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martes, 16 abril, 2024
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Contrabando, lo que la pandemia no detiene

Carlos Ramírez

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La frontera colombo-venezolana es un foco incesante de actividades de todo tipo, todos lo saben, todos los ven, todos participan

Ana Cristina Guevara vende todos los días productos alimenticios a la comunidad. Pero con el fin de ser medianamente objetivo desde el inicio de este relato se debe saber que no se llama Ana Cristina y, los productos, son el resultado de un contrabando que llega a la ciudad de manera indiscriminada pero necesaria.

No se trata de un accionar delincuencial si nos damos cuenta que la falta de alimentos y el paupérrimo poder adquisitivo ha promovido un nuevo accionar para sortear el hambre, la muerte y la pandemia, en ese orden, porque antes de la llegada de la pandemia, que arrasa a la población mundial, ya en esta ciudad, en esta tierra, en este estado, en esta región, en esta Venezuela, la gente moría de hambre.

Omitir el nombre de nuestra entrevistada no es limitar el conocimiento de la trama en la que estamos inmersos. Es proteger, no su vida, ni su familia, ni el futuro promisor (oscuro, por cierto) que le depara la situación más allá del virus. Lo que se prevé es proteger la senda que recorren los productos para llegar a San Cristóbal, estado Táchira, región fronteriza de Venezuela.

Es proteger como con una frontera cerrada, una cuarentena radical, una depresión económica, una crisis de servicios públicos y la carente llegada de la gasolina se contrabandean alimentos, se trasladan vehículos y se generan ganancias.

Cada accionar tomado, por los que ahora son emprendedores, se rebela en un camino de una hora en la cual un sinnúmero de acontecimientos se esquiva sin ninguna fortuna. El gobierno, las autoridades que resguardan la frontera y los adeptos al proceso revolucionario negarán cada palabra, cada hecho y cada consecuencia de ese hecho.

En la acera del frente, los no gobierno, los opositores, los desempleados y los que padecen de esta situación exacerbarán los hechos, les darán un cariz sobrenatural y cada palabra será multiplicada al mil por ciento, pues al fin de cuentas en el caos lo único previsible son dos partes, las que quieren algo y aquellas que quieren ese algo de las otras.

La alcabala

Es viernes, llueve y la temperatura está a 17 grados. Es un frío que llega hasta los huesos y la oscuridad nos ayuda cuando ya avanzamos por la carretera Transandina con rumbo a San Antonio del Táchira a las tres y quince minutos de la madrugada. El primer percance lo encontramos en el municipio Libertad, cuya capital es Capacho Viejo.

Una alcabala de la Guardia Nacional nos detiene, ausculta nuestras pertenencias, pide la documentación del vehículo y la nuestra y nos mantiene detenidos, mientras el frio es cada vez más denso.
Un efectivo nos observa mientras se lleva los documentos a una móvil verde que está a escasos metros de nosotros. Pero no estamos solos. Las ventas de comida se presentan como una feria.

La noche es día y el día es día cuando las ventas son el único sustento económicamente asertivo. Nosotros, comemos sin la menor preocupación. Una hora se cumple de nuestra detención y un efectivo nos hace llegar un papel con una simplista nota argumentativa que va más allá de dame pal fresco. Es una cifra, ya sabe que somos compradores de algo, ya sabe que vamos a replicar cada hecho que suceda en nuestro recorrido en búsqueda de la comida y más, ya saben que serán presentados como delincuentes y aun así la cifra es de 30 mil COP.

La vimos con rapidez y bajo una amenaza tácita destruimos el papel. Nos miramos con asombro y pese a que ya tenemos presupuestado cada pago regateamos con un argumento válido para todo: Déjanos pal fresco, no somos millonarios. Ofrecemos 15 mil COP y la transacción se realiza sin ninguna medida de seguridad (para ellos) nos la piden frente a todos y la toman con una sonrisa de victoria que ofende e insulta.

Nadie se atreve a sacar sus teléfonos para dejar registro del hecho, al igual que nuestra Ana Cristina ficticia todos viven de pasar la mercancía y nadie querrá generar un malestar que pueda obstaculizar un proceso que lleva años desarrollándose y que en este 2020 se ha optimizado con nuevas medidas de seguridad interna y de amedrentamiento externo.

Esto no es nuevo ni exclusivo de la Guardia Nacional. Lo hacen policías, efectivos del CICPC, Sebin, Faes y cualquier cuerpo de seguridad que se forje en una alcabala, eso incluye a miembros del ejército, quienes en las estaciones de servicio han estado señalados en escándalos de cobros por la venta de gasolina y por la atención VIP para quienes no quieren hacer la cola de horas, días y semanas, de acuerdo al azar y a la fortuna de los conductores.

Pasamos el primer escollo y ya son las cuatro y 30 de la madrugada. El viaje se hace a estas horas para evitar lo inevitable, la pandemia ha fomentado nuevos controles, unos formales e idóneos y otros solo pasos de cobros. Con el fin de dejar un sabor no tan amargo en la boca son necesarios, todos los controles, pues en el estado Táchira hay una evidente tendencia a ser contrabandista de lo que sea como una salida a la crisis.

Son las cinco de la madrugada y estamos llegando a la alcabala de Peracal. Nos miran, preguntan y cambiamos el discurso: venimos a visitar a un familiar enfermo. Pasamos sin ninguna novedad. A un kilómetro aproximadamente otra alcabala de funcionarios que no se logran identificar y policías del Estado solo nos dan los buenos días con una sonrisa mientras engullen empanadas, pasteles y café en medio de una vía hostil repleta de vendedores ambulantes que se preparan para la llegada del lote mayor.

Ya el calor se puede sentir y un murmullo nos golpea ante la inminente llegada a la avenida Venezuela del municipio Bolívar, capital San Antonio del Táchira. Ya llegamos a la frontera, ícono de enfrentamientos entre Gobierno y oposición y que tiene como característica indeseable gente durmiendo en las calles, mendigos, drogadictos, basura acumulada en esquinas y en la isla que separa los dos canales de flujo vehicular, comercios transformados en sitios para estacionar vehículos y prestar el baño, ventas de comida a toda hora y venta de licor artesanal. Nada se restringe y pese a la cuarentena radical y a los principios de bioseguridad todo se hace con la normalidad perdida acompañada ahora de mascarillas y guantes improvisados.

Quedarse en casa en San Antonio del Táchira es un privilegio y la población no tiene ese plus

Desde hace tiempo la moneda venezolana sufre una devaluación evidente además de su inexistente presencia en comercios y su condición única de restricción en bancos estadales y privados. El bolívar se desconoce en la frontera, el poder económico de la nación es un hazmerreir constante ante la consolidación del peso y el dólar.

Todo se paga en otra divisa en la capital del estado Táchira y en San Antonio esa condición se acrecienta. El cáncer de la devaluación llegó hasta el tuétano y hoy día los billetes del cono monetario no sirven para hacer los populares bolsos tejidos, sino que se botan en cestos de basura y se ven en las zanjas de aguas de lluvia. Ni los niños juegan con el papel moneda que en algunas ocasiones sirve de hoguera para quienes viven en las calles de esta ciudad fronteriza.

Nuestro vehículo esta resguardado en casas convertidas en estacionamiento. El pago por el servicio es en pesos al igual que el alquiler del baño. El recinto sirve además como un centro de ayuda para el viajero. Hay cuartos para descansar y reponerse del viaje, ya sea para los que llegan o los que se van, pues aquí, en la realidad fronteriza, no existe un cierre, no existe la posibilidad de no pasar de un lado a otro, ya sea por encima del Río Táchira, el puente Simón Bolívar, o sumergido en sus aguas (solo es peligroso cuando la temporada de lluvia arrecia).

Aquí se pasa y se pasan mercancías día y noche. El temor por grabar se escapa cuando en medio del desconcierto todos sacan sus teléfonos y dejan constancia de cómo se vive y se muere por el negocio, por el trueque, por la trampa, por el contrabando, pero siempre con cautela, con sobriedad, con miedo a no ser visto, con precaución.

Nos acercamos al puente Simón Bolívar y tres entusiastas se nos acercan. Son del centro-occidente venezolano. Tienen el cabello dorado y portan unas zapatillas cross de colores fosforescentes. Las manos están desgastadas y rotas, están manchadas al igual que su rostro, los ojos opacos y la mirada perdida ante una realidad que los acongoja: El sol inclemente los deteriora lejos de casa.

La oferta del día son 10 mil COP para pasar a cada uno por la trocha y 30 mil por el puente a través de una constancia médica que ellos preparan, con sellos y firmas fidedignas además de la dirección precisa a la que asistiremos por esa enfermedad “rara” que vamos a contraer para pasar sin mojarnos los zapatos.
La decisión fue audaz: por la trocha y así conocemos más.

Bajamos por un costado del puente y una realidad añeja para algunos y cotidiana para otros nos sorprendió. Un camino de casi cien metros escondido entre una vegetación espesa y un olor a mierda seca es la senda que nos lleva al río. En el trayecto, tres alcabalas. La primera, conformada por civiles colombianos y venezolanos que preguntan si ya pagamos, antes de responder, nuestros guías reaccionan con violencia y convicción para pasar sin detenernos.

La segunda está conformada por miembros de seguridad colombianos. Nos auscultan, quieren que se abran nuestros bolsos y preguntan con obstinada insistencia si vamos a viajar, si tenemos dólares, si somos perseguidos políticos. Nuevamente nuestros asesores, en este camino alterno, se acercan con rapidez y pagan para evitarnos la molestia. Pasamos y no dejamos de notar como un grupo de personas están al costado del camino con maletas repletas, carritos de mercados, costales con ropa y zapatos, bolsas llenas de aluminio, de papel reciclable, de cargadores de celulares, de celulares, de ollas viejas, de todo aquello que se pueda vender, se confunden en quién va y quién viene pues el camino es el mismo para entrar y salir.

Por último, una mixtura de civiles y militares nos observan mientras nos acercamos. No tenemos nada en particular que nos haga sobresalir del resto, o por lo menos eso creemos. Lo cierto es que el hecho de pagar quien nos pase por la trocha ya es una marca indeleble que hace que nos perciban como forasteros y, eso tiene un solo significado: somos presa fácil del depredador más astuto.

A los pocos metros de la tercera alcabala y con el río Táchira al fondo recuerdo como se debe romper el hielo y con una expresión nativa mejoro el aire hostil y denso: No sea tan toche, vivir en San Cristóbal es ser mitad colombiano. La risa al igual que un bostezo se multiplicó en quienes hacíamos la cola y los comentarios bajaron la tensión cuando con unas palabras más soeces perdimos el interés de los guardias de seguridad improvisados: Hay que saber donde estaba Pueblo Arrecho para dejar como testimonio que también nos unen las putas.

Pasamos por un puente de madera delgado y fuerte donde los olores se confunden y las caras son inexpresivas nadie sabe si estamos felices o tristes solo sabemos que pasamos y apenas llevamos la mitad del camino.

La pandemia entre Colombia y Venezuela

En territorio colombiano la pandemia se mantiene igual que el lado venezolano, todos caminan, se aglomeran y se cuidan con tapabocas y guantes. Los guías buscan un taxi y salimos del sector La Parada una de las comunidades que integran el municipio colombiano Villa del Rosario, que forma parte del departamento de Norte de Santander.

En las calles de Cúcuta, capital del departamento, los negocios y mercados están abiertos, vendiendo su mercancía. Un recorrido breve y se siente como en Venezuela, los acentos se confunden y por primera vez, después de 30 años, entiendo de que se trataba la Gran Colombia y el sueño del Libertador, Simón Bolívar.

No se ve nada que no sea normal en un gran mercado. Los ladrones esperando la oportunidad de robar al más descuidado, los mendigos, los perros callejeros escarbando en algunos cestos de basura, los gatos con miradas de desprecio, algunas ratas comiendo las sobras de restaurantes, la oferta del jugo de guanaba que quita el cáncer, el vendedor extrovertido que te ofrece preservativos y al sentir la negativa te susurra al oído que tiene la crema que hará que tu miembro masculino se eleve como un obelisco, en fin, estamos en casa, no somos diferentes.

En este mercado no existe xenofobia pues la xenofobia no genera recursos y lo que importa aquí es la ganancia y ni tu color, tu idioma o tu presidente favorito podrán defenestrar esta premisa.

Los gritos de ofertas se examinan con calculadoras en mano para hacer la operación que beneficie la reventa en San Cristóbal. Ya todos somos expertos economistas y no esperamos a los genios de CNN y a su cara bonita ex cantante de Menudo para que nos diga en qué invertir y cómo invertir en una economía fluctuante y aterradora como la nuestra.

Gestores de paso

Tres mercados están presupuestados, dos cauchos y un decodificador con antena además de zapatos deportivos y una camisa de equipo motilón Cúcuta Deportivo. Con esto nos sentimos como compradores renovados en medio del virus mortal y, ya dispuestos, con tres bolsas gigantes bien atadas, sentimos el frío en la nuca que a todos genera el regreso a casa por el sendero de contrabando que ni la pandemia ha podido detener.

Lo primero es que ya dejamos de ser turistas de aventura para ser otros contrabandistas más. Las miradas se suavizan, existe una camaradería entre quienes se arriesgan todos los días a buscar mercancía y nosotros ya somos parte de ese nuevo estadio llamado jerarquía social de compradores.

Al regresar al sector La Parada tendremos que buscar otros gestores del paso, pues existe una leyenda urbana que dice que no podemos ser tan entregados para evitar contratiempos inesperados. Todos comen, es la consigna y, sin casarse con nadie, porque el río es muy amplio.

Tomamos un taxi y es allí que comienzan los débitos inesperados para los cuales estamos preparados. Un vehículo en condiciones normales y con poca carga cobraría 5 mil COP por el trayecto desde Cúcuta hasta La Parada, 13 kilómetros aproximadamente que se recorren en una autopista de cuatro canales y en perfecto estado. Pero las tres bolsas ajustadas elevan el pago y es allí, que los cálculos del sesudo taxista se revelan en tres factores: El acento, la ropa y la mirada (ya sea de temor o de costumbre).

El precio por nuestro acento (gocho), ropa (colombiana) mirada (de pendejos) se estableció en 15 mil COP. Un atraco del cual estamos dispuestos a acceder sin el popular Hijo de puta.

Llegamos a La Parada y el bullicio es un infierno. Una mujer delgada de cabello rojo y su supuesto esposo, un hombre robusto de ojos claros y sin cabello, sonríe y se nota la falta de varias piezas dentales importantes. En su afán de atendernos y darnos tranquilidad nos expresa, con un acento caraqueño que se denota con un “coye” al inicio de cada oración expresada, todo el servicio que se prestará y los beneficios de estar con ellos como ángeles guardianes.

En medio de la tertulia la mujer toma el primer saco y lo coloca en su espalda delgada y huesuda. Nos mira con lástima, como una madre ve a su hijo, como cerdos en el matadero. Su acompañante toma las dos bolsas restantes y por el peso da el precio: 10 mil COP por bolsa, pero si llevan otras cosas, deben avisar, así sube la tarifa y garantizamos el servicio de entrega.

Las otras cosas al parecer no las llevamos cuando con una rapidez inusitada se enfilan hacia la trocha dejándonos un mensaje para nuestra tranquilidad: si no nos ven no se preocupen, estaremos al otro lado, cerca de la venta de jugo de guanábana, pero no el aguado sino el otro, el que si cura el cáncer si lo tomas en ayunas o en las noches antes de dormir, lleven los pesos en la mano que nos regresamos rápido.

Mi cara de pendejo se acrecentó y dentro de mi pude oír como una voz me fustigaba diciéndome: te robaron otra vez, otra vez, otra vez.

Mi acompañante me sacó del letargo acercándome una galleta extragrande de chocolate con fresas. Me hablo primero de las virtudes del delicioso dulce y su económico precio, para después decirme que nadie roba mercancía en La Parada, que nadie te puede quitar el mercado, la ropa, las ollas y las antenas con decodificadores, me comentó de una norma implícita, entre los cargadores, que si se incumple se paga caro.

Repliqué que algunos viajantes habrían denunciado robos de sus pertenencias, maltratos y amedrantamientos de parte de algunos trabajadores del puente y su respuesta fue diáfana: si lo hicieron ya no están.

Nueva normalidad

Cruzamos la trocha con total normalidad. No hubo nada que nos detuviera. Al parecer es algo inusual que se revise en el retorno la mercancía que se lleva una situación que también va de la mano de quienes cargan que bajo una señal, código o comentario falaz dejan entrever que los dueños de cada carga no son contrabandistas de otro tipo de producto.

Al llegar la pareja esta allí, ella, malhumorada con unos perros que la siguieron durante todo el trayecto y el, con su sonrisa incompleta, nos observaba con piedad, mientras bebía agua o algún tipo de licor de un termo, que por una parte esgrimía los ojos de Chávez y, por el otro, en un recuadro rojo con letras doradas, ya desgastadas, donde se podía leer: Plan Café en marcha.

Les dimos los 30 mil COP y los vimos correr otra vez ante la llegada de nuevos visitantes. Como pudimos recorrimos unos 100 metros para llegar al estacionamiento, en el intervalo, la oferta del servicio exprés para pasar mercancía hasta San Cristóbal lo hacían “Los carros piratas”, automóviles particulares que prestan el servicio diariamente y que en pandemia o sin ella, se ubican en las afueras del Terminal de Pasajeros “Genaro Méndez”, de San Cristóbal y en la avenida Venezuela, en San Antonio del Táchira, a la altura de la Aduana Principal.

Ya con la mercancía en el vehículo, el pago del estacionamiento y el baño nos dispusimos a regresar. Un agua mineral de un litro y una acema de bocadillo con queso, nos acompañaba en la travesía de retorno, que nos aterraba tanto como la trocha y la presencia de guerrilleros y paramilitares en todo el trayecto.

El primer escollo lo encontramos en la salida de San Antonio, una alcabala de la policía generaba una cola de vehículos discreta, el paso era rápido y lo entendimos a nuestra llegada frente a los funcionarios. Una ojeada al interior del vehículo y un monto basto: 20 mil COP y buen viaje. El pago se realizó como en un peaje y es algo normal pues la avistar a los conductores que nos seguían, éstos, ya preparaban el pago con total normalidad.

Avanzamos con la certeza de encontrar más adelante la segunda alcabala. Esta vez si se reconoció el logo de las camisas de los funcionarios, SENIAT, quienes con un comentario descarnado afirmaron que llevábamos contrabando, que la mercancía no contaba con los controles de ingreso al país y que la multa en unidades tributarias sería un descalabro para nuestra economía, además del trámite de retención del vehículo y, por supuesto, nuestra detención por el delito contemplado en la Ley Sobre el Delito de Contrabando.

Luego del discurso enriquecedor, lleno de detalles legales y presentado con una voz sobria y determinante, salí del estupor al escuchar que todo aquello por lo cual sería detenido, juzgado y procesado se resolvería con 10 mil COP, dinero que cancele con un dolor en el pecho, una puntada en mi brazo izquierdo y respirando con dificultad.
Por último, ya casi desfalleciendo, llegamos a la Alcabala de Peracal. Nos detuvimos, salimos del vehículo y abrimos la maleta, el funcionario, miró con cuidado cada uno de los paquetes bien atados y con una sonrisa tenue dijo son 15 COP y deben revisar ese caucho de repuesto le falta aire.

Pagamos y nos fuimos alejando de la alcabala, yo seguí viendo como cada conductor se detenía, bajaba del vehículo y le daba la mano al funcionario que, en algunas ocasiones no alcanzaba a ver que se transportaba y, entendí a las cuatro de la tarde de un viernes, marcado por la pandemia, con 30 grados térmicos, un pedazo de acema de bocadillo en mi boca y un corazón agitado como llega la mercancía a San Cristóbal y como una red de comercialización (para nada improvisada) manejaba a placer la economía regional, el abastecimiento alimentario y la salud mental del tachirense, del venezolano.

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