Moby Dick y El lado oscuro de la luna desde Las palmas de Gran Canaria

Jorge Díaz Edición: Rodrigo Díaz

Porque todo se trata de un viaje, Jorge Díaz de 4 Ruedas y un Morral. Nos cuenta como afectó su vida a los 8 años la historia de Herman Melville y su viaje a Las Palmas de Gran Canaria

Llamadme Ismael («Call me Ishmael»). Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo.

Ismael, el narrador de la novela, nos lleva con su juventud y experiencia a Nantucket, Massachusetts, una isla reconocida por la pesca de ballenas.

Así comienza la famosa novela de Herman Melville, “Moby Dick”, publicada en 1851. Subimos por las escaleras del barco ballenero Pequod y nos dejamos atrapar por la obsesión y sed de venganza de quien comanda la nave, el capitan Ahab. Este marino, Ismael y el arponero Queequoug nos llevarán a aguas profundas y turbulentas por la obsesión de atrapar a la ballena blanca: Moby Dick. Y ya no seremos los mismos.

Descubriremos, en nuestros corazones, que también nosotros tenemos rencores y venganzas que atormentan nuestros pensamientos en pleno siglo XXI.

Los hombres y mujeres caminamos por el lado oscuro de la luna. Moby Dick, la fascinante ballena blanca, es una lucha con el destino; es viajar sin retorno, es quemar las naves quizá como se dice que hizo Hernán Cortés en México. Todo viajero enfrenta en algún momento, hasta en un viaje de placer, un momento decisivo en el que todo puede cambiar.

El capitán Ahab cruza el mar enfrentando tempestades, lleno de venganza y de ira, tratando de recuperar la pierna que Moby Dick le arrancó y, también, su alma. Piensa que, al matar al terrible demonio blanco, logrará conciliar el sueño y recuperar la fe perdida en sí mismo.

Escogí a Herman Melville y su novela como un símbolo: No debemos olvidar el conocimiento profundo que nos puede brindar un viaje. La novela la pudo construir Melville por sus estudios llenos de textos filosóficos que observan la naturaleza y sus fuerzas destructivas; por las investigaciones científicas, más las prácticas que tratan de la caza de la ballena. Es una historia sencilla que nos habla de nuestros miedos y mitos, que rompe convenciones en el lector. Se cree que es una historia para niños y adolescentes, pero no es así. Es una novela apasionante, llena de aventuras. Yo la leí cuando tenía ocho años y recuerdo no poder dormir durante días. Al cerrar el libro, cada noche, me atormentaba la ballena blanca.

No fui un niño impresionable con cuentos de lloronas ni de almas atormentadas, como el ánima de Taguapire. A mí me invadía, en las madrugadas, Moby Dick; las aguas oscuras que en cualquier momento rompían la monotonía del mar con su furia, asaltando mi modesto cuarto, perturbando mi cómoda vida de niño. Así fui descubriendo que el mal y el bien, en conflicto dentro del capitán, eran más poderosos que las enseñanzas aburridas de la Biblia que me obligaban a leer las monjas del Colegio San Pedro, en Los Chaguaramos.

Los tripulantes del Pequod pertenecen al mundo. Caminando por la borda, de proa a popa, tropezamos con argentinos, ingleses e italianos; con marineros de Holanda, Portugal y Tahití. En el colegio me mandaron a hacer una tarea de la Biblia y presenté un desastre; en mi afiebrada y disléxica cabeza confundí Jerusalén con Nantucket. Me reprendieron y, en mi defensa, dejé que brotaran mis palabras de las noches de insomnio y le grité a la Madre Superiora: “Usted es una ballena blanca mala. ¡¡Usted me quiere arrancar la pierna!! ¡¡Usted es Moby Dick!!”.

Me expulsaron del colegio por una semana y, a mi regreso, me hicieron pedir perdón a la Madre Superiora delante de todos mis compañeros. Mi padre me castigó el primer día; luego se olvidó de la sanción.

Al poco tiempo Moby Dick, con su maldad, atrapó mi vida de nuevo. Mi papá y yo embarcamos en el Santa María en el mes de julio. Durante siete días recorrí y me divertí en sus instalaciones, pero en las noches me asaltaba de nuevo Moby Dick. Sus apariciones me hacían orinar. Ni el médico del barco ni mi padre lograban por ningún medio que mis esfínteres se controlaran. Hasta que, dos días antes de llegar a Las Palmas de Gran Canaria, mi padre buscó una medida extrema (como el capitan Ahab en su desespero de atrapar a Moby Dick): Hizo que unos marineros sacaran el colchón de mi cama y lo expusieran al sol, y a mí a su lado. Fue mi primer performance. No logró acabar con mis orines nocturnos, pero sí la magia de conseguir que durmiera durante horas al sol; al arrullo del mar, mi alma encontró reposo. Mi padre fue amonestado por el capitán del barco Santa María. Un pobre capitán. Ahab, en su lugar, hubiera mandado a descuartizar a mi padre y ponerlo de sebo para atrapar a la ballena blanca.

Amo a mi padre, pero ese día lo odié y entendí el odio y la sed de venganza que se respiran en toda la historia de Moby Dick. Pero algo ocurriría, más trágico que mis meadas nocturnas: A los tres meses de estar en España mi papa se enamoró y se casó. Yo ya había superado mis sueños de venganzas y de orines. Teníamos que regresar a Venezuela en el mismo barco: El Santa María. ¡Pensé que volverían mis meadas nocturnas! Pero no. Moby Dick ya no me daba miedo; ella me trataba de hablar en sueños, ella se había transformado en una ballena de National Geographic. Y durante el viaje me dediqué a corretear, y a ratos, a observar el océano, tratando de descifrar sus misterios. Flipper no aparecía por ningún lado. En las noches yo me montaba en el lomo blanco de Moby Dick, que me llevaba a las profundidades. Allí veía millones de peces de múltiples colores y formas, calamares gigantes, pez martillo, tiburones y pulpos amigables.

Queequeg, el caníbal; el piel roja Tashtego y el negro salvaje Daggoo eran todo lo contrario de los pasajeros del Santa María. ¡Había una fiesta todos los días! ¿Mi padre? De luna de miel. Yo estuve feliz hasta la última noche antes de atracar en La Guaira, cuando Moby Dick entró con furia a mi camarote; con su boca inmensa devoraba todo, arrancaba pedazos del barco y se hundía. Me desperté de pronto, logré contener mis esfínteres y lloré.

A los meses entendí el mensaje de Moby Dick. La mujer española dejó a mi padre y él se sumió en un dolor inmenso que luego pasó a ser un odio increíble. Él se fue a España nuevamente detrás de Teresa. Los dos, con furia y con odio, se estancaron en líos de divorcios durante nueve años, perdiendo los dos. Y yo también perdí. Me quedé sin mi padre cuando más lo necesité.