En Altamira se encuentra este lugar secreto en el que los LP son objeto de culto y la música se reverencia entre tragos de cocuy y cerveza artesanal bajo el sol o las estrellas
No puede estarse quieto. Habla y se arremanga las mangas de la camisa blanca, habla y busca entre los vinilos, habla y te cuenta sobre los nuevos LP que se hacen en el exterior y los planes para promoverlos. A lo mejor es ese ir y venir entre Caracas y Brasil, ese «yendo y viniendo» en el que anda desde 2017 lo que lo mantiene en constante movimiento.
Es Marcel Márquez, creador de Trópico 70 Diggin’ Lab. Lo que te digan probablemente no logra mostrar en qué consiste esta «cueva» que Márquez abrió hace menos de un año en Caracas y en la que quisieras estar todas las noches. Llegamos una tarde para entrevistarlo y nos equivocamos de puerta. «Aquí no hay nadie con ese nombre», respondieron en la casa de la esquina, en una de las transversales de Altamira cercanas a la Cota Mil. Pasamos a la siguiente. «¿Quién es ese?», respondieron. Ahí era. Como todos los sitios que valen la pena, es un secreto a voces al que llegas, en tiempos de pandemia, con el tapabocas calzado en la nariz y en la boca.
Trópico 70 tiene, al menos, dos espacios (porque seguro que salen otros de la imaginación de MM). Uno, al aire libre, para beber y olvidarse del mundo al compás de la noche. Otro, bajo techo, donde más de 4 mil discos de vinilo (de los más de 6 mil que atesora) esperan la caricia del tocadiscos y se puede conversar con Marcel sobre artistas, tendencias y propuestas.
A él le gusta toda la música, aunque se inclina por la salsa y el jazz. A diferencia de buena parte de los expertos musicales que rechaza el reguetón, Marcel no tiene problemas con este género. Tampoco, con la música clásica. Pone algo que le gusta y de inmediato te pregunta qué quieres oír. «Boleros», decimos. No hay que pedir más, porque él es un pescador certero en un mar musical.
Hijo del periodista Humberto Márquez «el malo», Marcel tuvo discos como compañeros de juego porque su papá los recibía para reseñarlos. Lo raro, para él, sería estar lejos del vinilo ahora que es un hombre. «El disco de vinil tiene la ventaja del sonido, sentir lo vivo, la parte gráfica, la relación con el objeto», describe un miércoles en la noche al calor del cocuy Mal Incendio, creación de su amigo Miguel Dudamel y bebida que se sirve y se vende en Trópico 70.
Con poco más de 40 años, Marcel no tiene edad para extrañar el vinilo. De hecho, no lo añora: lo resucita todos los días. «Hay un revival del vinilo en el mundo y en Venezuela, que se va esparciendo. Los muchachos que no conocieron el vinilo están comprando vinilo», afirma. Tiene, incluso, sus alegatos científicos: «Los formatos digitales fueron sobreestimados. Los ingenieros de sonido se dieron cuenta de que lo que tocaban los músicos no era lo que sonaba».
No hay pared que se interponga entre él y su decisión de amar el vinilo. «Los obstáculos para esto pueden ser el tener el tocadiscos y las agujas, pero el que de verdad quiere escuchar, los encuentra. Cualquiera tiene un tío o alguien con un tocadiscos». Pero aclara que es «cero dogmatismos» y que también dispone de música en otros formatos.
En este «diggin’ lab» te ayudan a conseguir una aguja, a reparar platos; te intercambian LP usados o te venden LP nuevos. Complacen tus peticiones musicales o te proponen aventuras para el oído. Variedad es lo que sobra. «Me cuesta muchísimo botar discos», admite. «Si encuentro discos en la calle, los recojo; reparo las carátulas. Cuando vuelven al tocadiscos recuperan una vida». Un LP pasa por manos, mudanzas, basureros. «Cuando los tomo, son míos, les doy otra oportunidad; les doy una nueva vida».
Música mediante, en Trópico 70 el encuentro se riega con cocuy Mal Incendio y cervezas artesanales. Se habla de música y se investiga. Se conversa. Hasta se baila.