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sábado, 11 mayo, 2024
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Álvaro D’Marco, el escritor que ayuda a otros a escribir porque está convencido de que la escritura te sana

Texto, fotos y videos: Vanessa Davies

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Nació en El Tigrito y el hambre lo trajo a Caracas. Su vida transcurre entre horas de escritura y horas de lectura. Tiene seis libros publicados y otros tres entre cielo y tierra

Hay vidas de novela y la de Álvaro D’Marco es una de esas que garantizarían la delicia de más de un escritor. El director de Corrección Perpetumm ha revelado algunas cosas de esa tragicomedia que comenzó en El Tigrito (Anzoátegui) el 20 de abril de 1956, y que hoy continúa en Caracas y en los vericuetos de su imaginación. El desfachatado Ulises que protagoniza «Sin despedida» es el Álvaro criado por sus tías que comprobó que leer lo hacía bello para las mujeres.

«De un libro te queda una imagen o una frase. La lectura crítica es una cosa, y la lectura placentera, es otra». Así establece D’Marco la frontera entre la carrera de Letras que cursó en la UCV, y las horas que pasa entre renglones. «Yo lo que tengo son pedazos de libros. Lo que he hecho es leer y leer. Soy producto del cine y la lectura».

El niño Álvaro dejó el campo atrás en un primer abandono. «A mí me mandaron de El Tigrito a Caracas porque la situación económica era dificilísima», rememora el autor frente a un café negro y un dulce de chocolate, el «combustible» para conversar con contrapunto.com. Es dulcero, y lo reconoce. «Mi abuelo Michelangelo, italiano, había fracasado en todo. Murió muy joven. En Anaco tuvo una panadería, y esa panadería la quemaron porque ellos eran perezjimenistas, y él quedó full de deudas. Siendo yo niño lo vi como bodeguero y zapatero. Siempre éramos pobres, pero él era un tipo muy feliz». Llegó de Italia a Puerto Cabello, y de Puerto Cabello viajó a Bolívar, para trabajar en las minas.

Su abuela, nacida Toribia y rebautizada Yoyia, iluminó algunos claroscuros de la familia y retrató las pequeñas confesiones, como los mediodías con la cayena que era la contraseña para encerrarse a hacer el amor.

«Cuando llegué a Caracas a los cuatro años era analfabeta, porque en El Tigrito (casa 26 de la calle Negro Primero) lo que hacía era correr con un caballo de madera. En Caracas me rebelé contra lo que pasó, porque era un engaño: me acosté a dormir una siesta, y cuando desperté ya no estaban mi abuela ni mi tío. Me dejaron con mis tías Héctar y Cheva» en El Conde.

Nicolás, el esposo de Héctar, «era un tipo al que le gustaba la lectura, y cuando vino a Caracas se puso intelectual, se metió a rosacruz y a masón, leía a Platón. Él tenía una biblioteca de pared a pared. Esos artefactos llamados libros yo no los conocía», aclara.

Con el libro Mantilla «a los tres días ya yo leía; una vaina loca. Eso venía conmigo. Y Nicolás tomó a cargo el proceso educativo, que fue férreo: todos los días tenía que aprenderme una lección, que iba en aumento. Las recitaba de memoria. Por eso ahora no tengo memoria; me la secaron. La memoria es selectiva y uno se acuerda de lo que le interesa. Uno tiene ese disco duro lleno de mucha basura, palabras, palabras».

Se ve a sí mismo, en esos años, «como un muñequito de exhibición», al que, cuando llegaban las visitas, le pedían «Alvarito, venga, recite, cuente la historia de las medusas, cuente cómo Odiseo llevó el caballo de Troya adentro».

-¿Cuántos libros ha leído?

-El otro día estaba sacando la cuenta y son casi 4 mil. Me parece que pudieran ser más. Después entendí que no tenía que leerlos todos. Antes me obligaba. ¿Alicia en el país de las maravillas? Insoportable. ¿A través del espejo? ¿Quién entiende esa vaina? «No, es Lewis Carroll, tienes que leerlo». No, qué ladilla.

-¿Si no le gustan, no los lee?

-Ahora, pero antes me obligaba, porque era currículum. James Joyce y Ulises: es un libro al que la gente no le entra, y yo intenté varias veces hasta que lo pude leer y es uno de los libros más sabrosos de la tierra. Un famoso capítulo en el que no hay ni un solo signo ortográfico; puedes meterte allí como en una caverna. En ese capítulo hay monólogo, diálogo, flujo de conciencia, descripción; de todo. Puedes diferenciarlo todo, pero cuando lo lees una segunda o tercera vez.

Ya sin el café, regresamos al pasado. A cuando lo botaron -por travieso- del liceo José Ángel Álamo. A los días en el liceo Pablo Acosta Ortiz. «Allí leí Memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra; Cien años de Soledad; Fiebre. Mis tíos estaban empeñados en que leyera Séneca y Cicerón, pero pude liberarme de eso. Mi tío me quería meter en su mundo rosacruz y francmasónico, y mi abuela le metía al espiritismo, a los libros de Alan Kardec y Joaquín Trincado. Pero coño, no, yo soy Tauro, lo mío es la tierra; desde chiquito lo intuía».

Entonces, a pesar de los intentos de los tíos, «me metí en el camino de la literatura, y conseguí que la literatura es el camino de la felicidad. Era tímido, era feo, en mi casa éramos pobres, nunca estaba a la moda, tenía pantalones rotos y zapatos viejos. Era feo y con pelo chicharrón. Hasta que comencé a hablar, a contar cosas. Lo único que podía contar era literatura, y entonces me hice el centro de atracción de todos mis amigos. Les gustaba que yo les contara cosas. Cuando quise conquistar a una niña, la conquisté hablando».

-¿De qué les hablaba?

-De literatura. Les contaba cosas. En el liceo, desde el primer año, me destaqué en literatura, en historia. Me las sabía todas. En matemáticas no, y tampoco en idiomas; pero en eso, sí. La literatura la concebí como un instrumento para penetrar, caer bien, conquistar. Fue algo utilitario, y luego comencé a darle el valor real. ¿Cuándo? Cuando a los 16 o 17 años comencé a escribir. Leí a Marcel Proust, «En busca del tiempo perdido», y dije «guao, yo quiero hacer algo así». Primero fue una imposición, luego fue una diversión. Era una manera de abstraerme de una realidad en la que no me sentía bien, porque yo era un extranjero. Mi cerebro seguía en El Tigrito. Yo seguía corriendo por allá. Volví un par de veces, pero ya no era igual. Había un secreto de familia. Una historia de «El derecho de nacer».

Ingresar en la Escuela de Letras «era lo único que quería», admite.

-¿Cuándo entró?

-Esa es otra historia. En 1974 me enamoré de una chama, la embaracé, repetí la historia, y a los 18 años fui papá. No fui a la universidad, no seguí en el teatro con Eduardo Gil, ni nada. Tuve que trabajar. ¿Sabes de qué trabajaba? De ayudante de carpintería. Mi hijo Álvaro Elías es mi hijo querido; tiene 48 años y es cineasta. Tengo una hija de 30 años, Andrea, que es fotógrafa. Los dos se fueron por el mundo audiovisual.

-¿A qué edad entra en Letras?

-A los 30 años. En 1986.

-¿Qué recuerda de la Escuela?

-Todo. Fueron los mejores seis años de mi vida. El conocimiento con la literatura. En la Escuela dejé de leer; ya no leíamos libros, sino capítulos, y era la lectura del crítico, del docente, del investigador. No era la lectura gozosa. Claro, había profesores como María Fernanda Palacios. Estudiar con Hanni Ossott fue una experiencia; o estudiar con Adriano González León.

-¿Su peor experiencia?

-El latín. Porque teníamos que estudiar latín, y eso fue terrible. No me iba muy bien con la lingüística; hacía lo estrictamente necesario. Cuando empezaban a hablar de las estructuras profundas, decía «¿qué sentido tiene eso?». Si las anécdotas son tan bellas…

Es justamente una anécdota «de la vida misma» la que protagoniza su primer libro, que se llamaba «Este Seis» y que cambió de nombre por recomendación del escritor y crítico Carlos Sandoval. Ahora es «Punto Cardinal».

Ha escrito seis libros: Punto Cardinal, Sin despedida, Gracias Ulises por tus batallas, Contrapeso, Ciudad de los muchachos, Las memorias del archivero. «Ahora estoy escribiendo Los cuadernos del desafuero. Comencé en 2019».

-¿Por qué ese nombre?

-Porque vivimos un desafuero y una locura total y absoluta. La he comenzado de seis formas diferentes, y cada vez que la empiezo… tengo los seis principios. He pensado que los va a tener.

Piensa que todo lo que escribe sigue girando alrededor de Ulises: ese Ulises que es él mismo y sus experiencias. «Quisiera cortar ese cordón umbilical. No quiero ser Ulises viejo. ¿Siempre Ulises?».

-¿Todos sus libros son autobiográficos?

-Todos. Ciudad de los muchachos… fíjate que escribí esa vaina antes de la pandemia, y todo estaba dividido en secciones, no podías pasar de un municipio a otro, y a Caracas la bombardean. También hay ficción. Hay un elemento importantísimo, y es que mi primera esposa fallece en un accidente de tránsito. Eso fue cuando estaba en la Escuela de Letras. Vivíamos en Caricuao, nos montamos en un carrito, una vaina absurda, el carrito se fue para el Guaire.

-¿Cuándo fue eso?

-En 1987. Podemos hablar de eso. Ya no me duele. Ella es la mamá de Alvarito. Estuvimos 13 años casados.

Retornamos a la Escuela de Letras, a «los mejores seis años de mi vida» por «todo lo que aprendí, lo que entendí de mis capacidades».

-¿Cuáles son sus capacidades?

-Creativo absoluto. Soy capaz de escribir de cualquier cosa, soy capaz de hacer cualquier cosa. Puedo sentir miedo, pero le echo bolas a lo que sea.

Mujeres siempre, mujeres en todo. «Mis libros son para las mujeres, y mis novias no lo han entendido. Dicen que soy machista. Claro que soy machista, si me criaron dos tías que me decían «los hombres no cocinan, los hombres no lloran, los hombres no barren, los hombres no planchan, los hombres no lavan».

Se ve como aventurero y bandido, pero con cuidado. Alude al abandono, a sentirse extranjero. «Cuando leí El extranjero, de Camus, pensé ‘esta es la clave’. Me declaré existencialista, pero no soy existencialista un coño’e madre. Simplemente vivo lo que vivo, sin culpas ni arrepentimiento. Por mucho tiempo viví una mentira, un engaño. Uno busca paraísos artificiales».

Mientras estudiaba Letras, ingresó en la Biblioteca Nacional, en 1987. «Me convierto en conservador de películas y no escribí más. Me ganó y me convenció la idea de que estaba haciendo algo importantísimo. Me esmeré en estudiar historia del cine, técnicas. Fui el jefe de la división, el director del archivo audiovisual, organicé 98 mil rollos de películas que eran un desbarajuste. Pasamos cinco años organizándolo con dos bibliotecólogos y dos asistentes. La gente decía que estaba loco, que toda la vida no basta, y lo terminé. Sabía que en mis manos estaba la memoria cinematográfica del país. Todo el cine venezolano estaba en la Biblioteca Nacional», explica.

En 2003 lo botaron de la Biblioteca Nacional «porque no era chavista». Su segunda esposa, Cristina Maldonado, con la que estuvo casado 24 años, murió por enfermedad en 2017. Y el acicate de la escritura volvió a él. «Marguerite Duras dice que, cuando un escritor escribe, no debe enseñarle a su pareja, porque lo entorpece», comenta.

Su vida es una historia, pero las historias salen a su encuentro. «Una madrugada me llega un mensaje de una tipa que iba de Berlín a Amsterdam, que estaba leyendo mi novela. Comenzamos a chatear, me cuenta que en su vida tiene un Ulises, me habló de su sexualidad con un venezolano y un alemán. Era bruja. Me leía el tarot. Había comenzado una relación con una mujer, y ella me dijo ‘no te metas en ese peo, esa mujer te va a destruir, te estás metiendo en una torre en llamas’. Y yo me metí en la torre. Lo vi como un reto. Era una torre en llamas. Eso fue entre 2019 y 2020». Ahora «me enserié, ahora soy un señor serio».

Escritor activo y lector activo, D’Marco confía que escribe a las 5 de la mañana «porque esa es la hora creativa», y a las 7 de la mañana sale a caminar. «A veces tengo una flojera inmensa, y a veces lo que hago es escribir mi diario. Tengo cuadernos, cuadernos y cuadernos. Llevo mi diario desde los 17 años, pero a los 30 años los quemé todos en un acto de heroísmo, porque quería cambiar mi vida». Hoy tiene un baúl lleno de cuadernos, agendas. «Antes llevaba cuadernos de sueños, libros de notas. Y creo que debería quemarlos. Hablan cualquier cantidad de estupideces».

Los diarios los confecciona a mano, los libros pasan por la mediación de la computadora.

-¿A qué hora lee?

-Después del mediodía. Disciplinadamente. Tres horas. En la noche también, hasta que me duermo. Duermo interruptos, me despierto a las 11, leo, me duermo, vuelvo a despertar. Estoy releyendo cosas. Estoy releyendo Madame Bovary e Ifigenia.

Lunes de poesía, martes de cuentos, los miércoles de novela, los jueves de autobiografía; viernes, sábados y domingos «me dedico a novelas». Esta es su rutina. La lectura «me dispara, estoy leyendo una vaina y me pongo a alucinar, a escribir, a inventar.

-¿Si no escribiera?

-Me hubiera vuelto loco. ¿Qué hace un lector? Vivir la vida de otro. Le das vida a tu vida a través de lo que el otro dice, te cuenta. Es cuanto te identificas con el otro. Madame Bovary fue mi primera novia.

Usaba boinas, y de ellas pasó a las gorras hasta que una de sus esposas le regaló un sombrero. «Ahora no me lo quito nunca, porque me gusta. Mis abuelos, mis tíos utilizaban sombrero».

D’Marco ayuda a otros a encontrar su voz como escritores. «Nadie enseña a escribir a nadie. Te enseño a leer, a que sepas describir y narrar, dialogar; a que puedas armar una estructura que te permita contar una historia. Te doy los instrumentos para armar una historia, pero escribir es un acto personal. Cada quien tiene una voz narrativa, el estilo va a surgir en la medida en que la voz narrativa se cultiva, y solo se cultiva con oficio. La escritura se convierte en una adicción».

-¿Te permite qué cosas?

-Drenar. Es como el sexo. Es una vaina orgásmica, una satisfacción.

-¿Enseña a cualquier persona?

-A cualquier persona. He tenido alumnos desde 14 hasta 80 años de edad. Les doy lecturas que fui acumulando desde la Escuela de Letras. Si tienes una obra, vamos a la obra y la leemos; te digo que debes revisar, si repites palabras y escenas, si necesitas profundizar, si no le sacas punta a las cosas. Soy como un guía. Cuando la gente quiere aprender aunque haya escrito, comenzamos con un ABC. Los talleres duran 17 semanas, y al cabo de las 17 semanas todos escriben diferente. Es personalizado. Hice un par de talleres en grupo, y no me gustó.

La pandemia alentó estos talleres que se mantienen hasta hoy, una filigrana de autores y textos.

-¿Cualquier persona puede hacerlo?

-Cualquiera. He tenido alumnos que lo único que han leído es Harry Potter y son muy buenos, y otros que han leído a Faulkner y son malísimos. Hay gente que no tiene los instrumentos, pero tiene la narrativa, y gente que tiene narrativa pero no sabe aplicarla. A ambos los canalizo. Hay gente que, aunque la canalices, no llega a ninguna parte. El problema es lo que alguna vez tuve: miedo. Las mujeres tienen temor a expresar su sexualidad, sus sueños. He tenido alumnos que han escrito libros y los han publicado con seudónimos, porque no quieren que su familia se entere de lo que son capaces de decir. Un escritor debe ser valiente.

D’Marco afirma que «escribir te sana» porque «si escribes ese poco de líos, angustias y frustraciones puede que eso aparezca, pero ya no lo hablas. La escritura es terapéutica». Ha escuchado miles de relatos, y no los repite ni los utiliza: «Me confiaron algo y no puedo defraudar… aunque sí uso alguna que otra cosita en mis novelas».

Contra la pared, este autor repite que cualquier persona puede escribir, siempre y cuando tenga ganas de escribir y esté dispuesta a darle valor a lo que escribe. Fiel a uno de sus libros, se despide sin hacerlo: Sin despedida.

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