Es un músico por los cuatro costados. Su vida y obra lo delata y él no lo esconde. Al caminar se ve lo orgulloso que se siente de la ruta andada.
Su conversa canta y relata anécdotas que dispara una tras otra. Este encuentro es complicado de describir y escribir. Se escapan cosas de tan divertidas, profundas, sensibles y emotivas que son. Será difícil recogerlas en esto que pretende ser una entrevista.
Quedarán más conversaciones pendientes para seguir con las experiencias y vida de un hombre que, ya no solo está vinculado a la creación musical, sino al humor, a la radio, a la pasión por la innovación y, sobre todo, a un amor profundo por un país que sigue empeñado en construirse.
Es Miguel Efrén Delgado Estévez, nacido en el pueblo de Calabozo, en el corazón de Venezuela, guitarrista, compositor, arreglista, productor musical, humorista y biólogo.
-¿Qué hace un calaboceño en Caracas?
-Esas no son decisiones que uno toma por su cuenta, sobre todo por aquellos años en que no nos gobernábamos. Cuando la cosa se puso complicada, mi mamá y mis cuatro primeros hermanos, tres carajitos y uno en la barriga decide emigrar a buscar mejores destinos. Nos vinimos a Caracas y en la escuela Juan Germán Rocio, fracasé como actor.
-¿Fracaso? ¿Tan temprano?
-¡Siiii! Fracasé porque hacíamos la representación de los hechos del 19 de abril y yo era el Padre Madariaga. Estábamos en el salón y entonces cuando uno de mis compañeros, que hacía de Vicente Emparan, le pregunta a la multitud que si quieren que el siga mandando. Yo, el padre Madariaga saqué la mano por delante de Emparan, (habla con mucho sarcasmo) ¡como para que nadie se diera cuenta! Y la maestra me llamó la atención. Supe que como actor no llevaba vida. (Risas)
-¿Qué recuerda de Calabozo?
-Me recuerdo moneando en los árboles de guayaba, guanábana, cirgüela, porque así le decíamos a las ciruelas. Allí nos refugiábamos de los chancletazos que por tremenduras nos ganábamos. Mi hermano Raúl y yo salíamos corriendo hasta la mata de ciruela, que tenía un “poporo” (protuberancia) en el tronco donde nos apoyábamos y nos subíamos. Era la casa del abuelo que tenía una tienda que vendía desde telas hasta chocolates.
-¿Cual es la más grande enseñanza que tiene de la infancia?
-Yo creo en la honestidad con alegría. El abuelo siempre pregonó el valor de la honestidad con alegría.
-¿Cómo es eso?
– Es que uno debe ser honesto y no arrepentirse de serlo, ni tener pesar por ser honesto. Es muy feo decir que, por ser sincero, o por no haber aprovechado una oportunidad de algo que podría beneficiarte en contra de los principios, te sientas mal. Hay que sentirse orgulloso de la honestidad y de no aprovecharse de circunstancias, si estas no están alineadas con los valores y principios: Así lo aprendí y así lo vivo.
-¿Y cómo lo aprendió?
-En la conducta de mi madre, de mi abuelo, de mis tíos. Te cuento que en primer grado en la escuela Estados Unidos de América donde estudiaba, me encontré un lápiz que le quedaba poquito. Y yo me lo llevé a la casa. Cuando llegué me preguntaron que de dónde había salido ese “toconcito” (pedacito) de lápiz y me llevaron jalado por la oreja! a devolver el lapicito que no era mío. Eso son conceptos del abuelo. Un concepto monstruoso de la honestidad.
El maestro se calla por un breve instante. Parece abrir las gavetas de su memoria, en la sección Calabozo, Estado Guárico. Vuelve al relato y sus ojos parecen estar mirando una película que va contando en tiempo real: “Me acuerdo de una bicicleta que me trajeron los Reyes Magos, al Niño Jesús parece le pasó algo ese año (risas) y la bicicleta llegó con los Reyes Magos. Era muy grato estar allí”.
“También recuerdo las tertulias musicales. Quiénes fueron El Quinteto Contrapunto, los varones, iban a esa casa de la mano de tío Antonio. Me acuerdo de las rochelas que se armaban y en esas tertulias tuve mi primer gran contacto con la polifonía musical, que sorprendía a ese niño de cinco años”.
-¿Era muy pequeño?
-Sí. Como tenía la voz blanca ellos me enseñaban las melodías de las contraltos y sopranos, yo las cantaba y se completaba la armonía. Eso me enamoró de la música y de la magia que traía dentro. Eso se lo debo al Calabozo de mi niñez.
-¿Con qué jugaba ese niño llanero?
-Cuando hacíamos travesuras, mi hermano Raúl y yo nos escapábamos por un espacio que había debajo de la puerta. Los recuerdos son hermosos. Había un tanque que se llenaba y nos bañábamos con una regadera. Esa casa la compró el tío Antonio con la idea de hacerla un museo. El patio trasero era vecino de la casa de Boves. Y yo iba cada vez que podía. Había esa emoción grande. La fachada la tengo que tocar cuando voy y paso por allí.
Vuelve a abstraerse y continúa el relato: “Es inolvidable cuando llovía en Calabozo. Ríos en la calle. Hacíamos barquitos de papel y los poníamos a navegar. Mi primer juguete fue la lluvia”.
-¿Músico de vocación o por necesidad?
-Por vocación. Escuchaba música todos los días. Mi mamá nos llevaba a los conciertos desde niños y a los 10 años fui al estreno de la Cantata Criolla de mi tío Antonio Estévez. Esa obra es un legado social. Recibió el premio Vicente Emilio Sojo durante la época de Pérez Jiménez y mi tío era comunista y hasta preso estuvo. Quiero el país en que se respetan los méritos. Hay que rescatar los valores. Yo quiero ese país en donde Antonio Estévez, comunista e Inocente Carreño, adeco, interactuaban con respeto y cariño.
-¿Cuál fue su primer instrumento?
-El cuatro. Un compañero de escuela al que todavía veo estaba tocando Compadre Pancho. Y yo lo miro y dije yo tengo que tocar. Veía a Omar. Y busqué las posiciones, miré, rasgué y empezó a sonar.
-¿No tuvo maestro?
-No. La cosa comenzó a fluir con las posiciones de mano izquierda y el ritmo de la derecha y los sonidos fueron saliendo. Así me acerqué al instrumento.
-¿Cómo llega a la guitarra?
Ya era adolescente, unos 15 años y una guitarra cae en mis manos, una guitarra alemana. Esa guitarra me ayuda en el vía crucis del amor. Mi amigo Nael tocaba y cantaba boleros. Quería ser como él y cayeron los boleros Virginia López, Olga Guillot. Me mudo. Me hice amigo de Rafael y su tía Sofía. Ella tenía una discoteca muy buena que yo terminé organizando, ya estaba en cuarto año de bachillerato. Me iba a esa casa y escuchaba a Vladimir Horowitz y los grandes pianistas, Rubinstein, distintas versiones de Beethoven. Allí escuché desde las grandes obras de la música académica hasta Juan Arvizu, Toña La Negra, Ignacio Villa (Bola de Nieve) y Miguelito Valdez. Con Rafael, que tenía una guitarra mexicana, tocábamos a Julio Jaramillo y grabábamos en un aparato de un cuarto de pulgada.
-¿Y la guitarra clásica?
-Yo no fui al conservatorio. Era una esponja chupando información. Tuve el honor de compartir con el maestro (Antonio) Lauro, quien me dijo cosas sobre la guitarra. Arreglé piezas de Tom Jobin y otros. Recibía recomendaciones. La necesidad de estudiar fue a raíz que decidí hacer música. Yo fui siempre un «puñalito» en el estudio. No soporto la mediocridad. Fueron muchas clases accidentales con Lauro. Con el maestro Rodrigo Riera nos juntábamos a tocar.
-¿Qué tocaban? ¿Recuerda?
-Serenata Ingenua, el Choro (tararea la melodía de la obra del maestro Riera mientras conversa). Muchas de sus piezas y otras cosas del repertorio venezolano.
“Una vez en un homenaje a Rodrigo, El Cuarteto tocó y yo hice un arreglo para la Serenata Ingenua. Él estuvo allí para verla y, en la reunión que hubo después, conversamos mucho de eso. Él me apartó y me dijo “vamos a ponernos a hablar nosotros por acá de las cosas menudas que hablen por allá los demás”, cuenta con regocijo por su amistad con el maestro guitarrista nacido en Carora.
-¿Cómo fue su relación en Antonio Estévez?
-Formidable. Primero yo tenía un profundo respeto inculcado por mi mamá. Te cuento que una vez estábamos en su casa y yo me acerco al piano de cola que él tenía. Me pongo a conversar sobre música. De repente mi tío sale de su cuarto en donde estaba y pregunta: “¿quién es el que está tocando eso?” y se acerca. Allí comenzó a conversar conmigo.
En este momento Miguel Delgado Estévez, parece levitar. Se traslada al recuerdo y comienza a relatar el encuentro y no tengo el talento ni la pluma suficiente para describir la fuerza de su palabra.
“Fue una clase magistral. Me habló de armonía, contrapunto, progresiones. De formas musicales, de tensiones. Yo me sentía extasiado y sentía que las orejas se habrían para escuchar mejor. Para aprender. Entendí algunos espacios de la música que no estaban claros y mi tío los despejó en ese encuentro que fue trascendental”, relata.
-¿Cómo terminó ese encuentro?
-Dijo algo lapidario. “Lo vamos a perder”. Y así fue. Fui a sus clases de orquestación y aprendí.
-Entonces no hay estudios formales.
-Me comí todo lo que pasaba por mis ojos y busqué la información.
-Se comió el Danhauser…
-El Danhauser, el Eslava, todo lo que pude y todo lo que puedo. Cuando me llaman para dirigir los festivales de Industrias Pampero en todo el país, desempolvé todos los conocimientos que había adquirido y seguí buscando, estudiando para estar a la altura de ese compromiso que me dejó una gran satisfacción de trabajar con toda la creatividad de los músicos venezolanos por todo el país.
-¿Cuando ve la partitura la música le suena?
-Sí. Eso me llama atención al mirarme desde afuera: al ver el papel “la vaina” me suena en la cabeza.
-Usted ha dirigido orquestas… cómo fue la primera vez que escribió algo para una orquesta.
-Hice un arreglo y repartí todas partes y cuando levanté las manos aquello sonó ¡a mierda! Luego me paré y funcionó la sangre fría. Recogí las cosas y me puse a revisar nuevamente. Acudí a la matemática. Resolvía las cosas que estaban mal. La música no tiene misterios. El tema hacerla con magia que siempre es lo más difícil.
Hablemos de El Cuarteto
-¿De dónde viene la vinculación entre los Delgado Estévez y los Naranjo?
-Toñito (Antonio Naranjo) y mi hermano Raúl se encuentran en la Escuela Superior de Música. En 1970 se comienza a hablar de la reforma musical y empiezan a ir a estudiar fuera del país Toñito, Raúl Telésforo (Naranjo) Héctor Pérez Bravini. Raúl siempre fue muy cuadrado. Raúl hizo una yunta muy querida con Toñito y se apoyaron muchísimo. Mi hermano se convirtió en un hermano mayor o papá de Toñito que lo sedujo el ambiente parisino. Raúl, ¡coooño era muy cuadrado!, casi ladilla y eso los ayudó en esos tiempos. El amor entre ellos era muy grande.
-¿Y El Cuarteto?
– El 16 de septiembre de 1979, estando en el Ivic me llama Raúl al laboratorio y me cuenta que con Toñito, proponían hacer un disco con lo que tocábamos en nuestras reuniones.
-¿Los arreglos, cómo se hacían?
-Llegábamos con las ideas y se trabajaban, pero te confieso, los únicos arreglos que llegaron escritos fueron los que yo hice (Risas).
-Entonces era un rigor relajado.
-Siempre fuimos muy rigurosos, por el respeto a la música. Ya te dije que fui cerebrito y muy disciplinado con todo. Menos cuadrado que Raúl pero siempre riguroso. Al principio les decía que teníamos que hacer todo muy limpio porque en el mundo de la música los errores se arrastran para siempre. “Yo me puedo quedar en el mundo de ciencia y ustedes son los que se van joder si hacemos una cosa mala, porque se tienen que quedar en el mundo de la música”. (Risas)
Cuando habla de su vida como arreglista y director musical hace un recorrido con mucho cariño por los trabajos que hizo con Simón Díaz, Lilia Vera, María Teresa Chacín, Otilio Galíndez y Morella Muñoz.
“Una vez me llamaron para trabajar en el proyecto de un disco de una muchacha que cantaba lindísimo y la conocí en el salón de pianos de la UCV. Era Lilia Vera. De allí nació un trabajo muy fecundo que duró varios años hasta que terminó como todo lo que comienza”, relata.
Le pedimos al maestro que grabemos unos fragmentos de la entrevista en video y se consigue con nuestra guitarra en el estudio. La toma, la acaricia, afina, la elogia y decide regalarnos parte de su talento.
Y así dejó nuestra redacción con su paso alegre y su sonrisa Miguel Delgado Estévez.