No hay miedo que el hambre no derrote, y la mejor prueba de ello es lo que sucede en el principal centro de abastecimiento de Caracas. El temor a contagiarse con el coronavirus podrá estar presente, pero es una amenaza que se enfrenta a una certeza
-Cilantro bbbbbarato, cilantro bbbbarato- gritaba uno de los vendedores con un ramillete de ramas verdes entre su par de manos cubierta con una costra marrón.
-Cinco jabones por un dólar, cinco por un dólar- pregonaba otro, en ese diálogo de sordos típico de los espacios abiertos.
Estábamos en el Mercado Mayor de Coche en un día de la semana de cuarentena radical y en una de las parroquias donde se reportan más casos de la COVID-19 en Caracas. Por las dos razones esperábamos encontrarnos con un recinto y tres gatos. Qué equivocación la nuestra. Si no hay virus en el aire parece que podría haberlo en el pavimento gastado de tantos pasos que van y vienen. Lo que no se gasta aquí son las palabras.
-Llévate la yuca, yuca, yuca a buen precio- voceaban.
A Coche llega la mayor parte de la comida que se vende en mercados y supermercados de la capital. Pero aquí la COVID-19 no es ni siquiera una amenaza repartida entre vendedores y compradores. Sencillamente no se habla de eso, porque de hacerlo habría que dejar de estar entre sus cuatro paredes de aire. Es mejor mirar a otro lado mientras los cuerpos se rozan, las manos se tocan y ocurre todo lo que afirman que no debe ocurrir.
Esta historia empezó antes del cilantro y el jabón, con el abordaje del por puesto en Plaza Venezuela. En un país sin efectivo 20 mil bolívares por persona es plata. Y tampoco te dejan en la puerta del mercado. «Te dejamos cerca. Como de aquí a allá», explica el colector, y marca con el brazo una cuadra de distancia.
Comienza el recorrido. El por puesto toma la autopista hacia Coche, como para salir de Caracas, mientras una lluviecita cae sin tregua. Todos llevamos tapabocas hechos, tapabocas que son trapos amarrados de mala manera. En esta ruta no hay escudos de plástico de los que venden en las farmacias del este caraqueño. Estamos sentados uno al lado del otro; incluso, con pasajeros de pie. De las normas para el uso del transporte público solo se cumple la de llevar las ventanas abiertas.
-Los que van para el mercado, aquí- aclara el chófer, mientras se «orilla» a un lado de la autopista. Agrega, por si quedan dudas: «Mersifrica, los que van a Mersifrica…».
Nos bajamos la mayoría de los pasajeros. Con bolsas, con sacos, con paquetes. Subimos por una trocha, somos trocheros de ciudad (¿bioterroristas?), y salimos a una calle que nos lleva a la Avenida Intercomunal Valle-Coche. Esta es la vida real de los caraqueños que viven «de Chacaíto pa’llá» (en las zonas populares). Todos juntos, sin distanciamiento físico, en la brega de cada día, obligados a caminar con los zapatos baratos que parece que se van a deshacer si dan un paso más.
Para ingresar al mercado hay que pasar, o no, por una cabina de desinfección: un andamio cubierto con plástico que expele un líquido invisible supuestamente salvador. Los que lo usan alzan los brazos; mejor esto, que nada. Olvídate de termómetros o de geles para las manos. Esos lujos son para las tiendas y los centros comerciales.
Una vez adentro te encuentras con el retrato de lo que prohíben los médicos. Tal parece que toda la Caracas popular está allí comprando pata de pollo en un dólar, tomates en 100 mil bolívares el kilo, zanahorias en 50 mil si es en efectivo y 60 mil si es por punto, aguacates en 180 mil. También consigues antialérgicos y antibióticos cotizados en dólares, para el «tratamiento» automedicado contra la COVID-19.
-¿Cuánto cuesta el saco de jojotos (mazorcas de maíz)?- preguntamos.
-3 mil- responde el hombre que los descarga. 3 mil son 3 millones de bolívares, poco más de 10 dólares.
Gandoleros, pichacheros, revendedores, muchachas para un sexo rapidito se confunden en este lugar donde la palabra coronavirus no está en las bocas pero posiblemente sí estalla en más de una cabeza. En poco más de una hora solo dos personas -un muchacho con un megáfono y un señor a pie- recordaron que hay que amarrarse el tapabocas: «Ponte el tapabocas, panita».
«Hay que trabajar», concluye Rodney, un vendedor de verduras que admite estar preocupado por el virus pero más preocupado por las mariposas en su estómago. Minutos antes nos lo explicó una compradora: «El coronavirus es una posibilidad, el hambre es una certeza». La gente lo sabe. Ante la posibilidad, la certeza.
Salimos sin pasar por la cabina de desinfección. Un grupo de mujeres y hombres trataba de poner los pies adentro para rebuscar entre lo que quedaba, aprovechar los despojos de otros, pero el mercado ya estaba cerrado formalmente y así lo recordaron los militares apostados en la entrada.
-Taxi, taxi… taxi a la orden- se escuchó la tentadora promesa de un asiento que nos podría llevar de regreso. En otra Venezuela, tal vez. En esta es un lujo.
Nos sentamos en un por puesto que prometía «Petare directo» (a unos 20 kilómetros de distancia). Al momento de pagar, sorpresa: 50 mil bolívares por cabeza (unos 20 centavos de dólar). No los teníamos. A bajarse y caminar. Más adelante la oferta se apretó el cinturón: «La Hoyada directo» (centro de Caracas) por 30 mil bolívares. Un pasajero pagó lo suyo con un billete raído de un dólar. Otro, obligado a bajarse porque el bolsillo no le daba, se despidió con un trago de licor que parecía kerosén. Si esta es la vida que toca, mejor vivirla con arrojo, o con un trago entre pecho y espalda.