El pasado miércoles 5 de enero, la ilustre profesora se despidió de este mundo
Dulce, serena y apacible, así recordamos a Ana Elena Álvarez, una mujer que le dedicó a la academia gran parte de su vida profesional. En ese recinto que respetaba, ejerciendo con pasión, ética y conocimiento la docencia, se manejaba a sus anchas, tal vez porque era un modo especial y seguro de sentirse viva.
La conocí por los años ochenta, en mis tiempos de estudiante de Comunicación Social en la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), donde tuve el privilegio de ser su alumno. Recuerdo que sus clases eran en la tarde, horas en las que a la par de enseñarme las reglas y morfología del lenguaje, me embelesaba con sus anécdotas literarias mientras, con parsimonia, repasaba textos de escritores famosos, animándome a descubrir el discreto encanto de realizar mis propios relatos e historias.
El tiempo pasó y, como colegas, la vida nos puso de nuevo en el camino, fuimos compañeros de trabajo en varias instituciones, oportunidades que sirvieron para cultivar una bonita amistad.
La Universidad Santa María (USM) fortaleció ese afecto, como profesores de la Escuela de Comunicación Social fuimos protagonistas de un proyecto académico que se creció con talento, creatividad y esfuerzo en el tiempo y en el cual ella le obsequió el mejor de los regalos: su mística por enseñar.
Cuando coincidíamos, casi siempre apurados, había la ocasión para el saludo fraterno, el café para ponernos el día y preguntar por la familia.
Hoy se elevó a otro plano, seguro que desde allí, con su presuntuosa elegancia y coquetería, seguirá vibrando su alma y el amor por sus hijos, las letras, la universidad y sus queridos estudiantes.