Justo una semana después del apagón un grupo de compradores arrasaba con las bandejas de muslos de pollo y carne molida en un supermercado de Chacao. Mientras hacía la cola para pagar, una señora hizo una descripción pormenorizada –como solo una mujer podría hacerlo- de las cosas excepcionales que dejó la falla eléctrica que comenzó el 7 de marzo, y que el tiempo dirá si llegaron para quedarse y convertirse en la regla en lugar de la excepción.
“Ahora esa es la moneda nacional”, dijo, en alusión a la cifra en dólares que momentos antes intercambiaron una clienta y una vendedora. Ahí comenzó la lista de reclamos: en pleno apagón pagó cinco dólares por una bolsa de hielo (15 mil bolívares a un cambio de 3 mil bolívares por dólar). Ahora en Caracas, en Venezuela, las transacciones se hacen abiertamente en dólares.
La dolarización aprovechó las horas de oscuridad para avanzar como el síntoma de una economía enferma. El miércoles 13 de marzo un camión cisterna se cotizaba en 150 dólares. Los cisterneros avanzaban por la avenida Francisco de Miranda, y al preguntarles cuánto costaba, bajaban la voz para lanzar su tarifa: «150 dólares, señorita».
La experiencia indica que, en Venezuela, lo que sube de precio no baja. El pasaje mínimo en Caracas se elevó, por obra y gracia de la contingencia, a 200 y 300 bolívares. Este jueves en la tarde se arremolinaban en Chacaíto decenas de usuarios dispuestos a pagar los 300 bolívares que no oficialmente –pero sí por la vía de los hechos- cuesta el viaje. Y 300 bolívares con suerte, porque llegó hasta a mil bolívares.
Pero una semana después del apagón, y aunque el Ejecutivo de Nicolás Maduro considere que logró “una victoria” al restituir la electricidad, dentro de la misma Caracas todavía hay zonas –como Las Minitas, en el municipio Baruta- que siguen iluminadas a la luz de las velas o de las lámparas caseras. «Hicimos una lámpara de kerosén», contó Jean, periodista que pasa de la luz de La Castellana a la oscuridad de Baruta.