Keymer Ávila, investigador del Instituto de Ciencias Penales y profesor de criminología en pre y postgrado de la UCV comparte su visión sobre lo sucedido este viernes 8 de enero en estas zonas populares de Caracas.
«El saldo es la pérdida de miles de vidas humanas, la radicalización y mutación de las bandas que se hacen más violentas y con mayores arsenales, junto al empoderamiento cada vez más grande de los aparatos policiales y militares que terminan haciendo su voluntad. ¿Quiénes salen perdiendo? Todos nosotros, los ciudadanos de a pie que terminamos a su merced», afirma
Es muy difícil generalizar, cada barrio tiene su propio universo, actores y lógicas propias. El año pasado cuando ocurrieron los hechos de Petare hice unos comentarios muy similares. Cualquiera que pretenda hablar con propiedad sobre la Vega, la Cota 905 o sobre los eventos que allí suceden y que aún se encuentran en desarrollo debería estar vinculado con ese sector de alguna manera, ya sea porque lo haya tomado como objeto de sus estudios de campo, observaciones, seguimiento o análisis, o porque hace vida en ese lugar. No me encuentro en ninguno de esos supuestos. Por eso solo puedo hacer referencia a cuestiones muy básicas y generales, que cualquier persona dedicada a la criminología, o las sociologías que tienen como objeto de estudio al sistema penal o la violencia debería decir, más allá de repetir lo que ya abunda por las redes sociales. En estas coyunturas hay que tener cuidado con los opinólogos.
Creo que hay tres cosas básicas que se deben tener en cuenta para reflexionar sobre estos eventos: el contexto de profunda violencia estructural que padecemos los venezolanos, la estructura de oportunidades ilícitas que el propio sistema ofrece y la violencia institucional que le es funcional a las dos anteriores.
La violencia estructural
En primer lugar ¿Cómo y por qué se conforman bandas con este alto poder de fuego? Este fenómeno es una muestra de la precariedad institucional del Estado en varios niveles: el más básico y fundamental, se encuentra en lo social y económico. Es lo que se denomina violencia estructural que tiene que ver con la exclusión social y la no satisfacción de las necesidades más básicas de la población. Esta ausencia de un Estado Social real, con políticas realmente universales, no discriminatorias, sostenibles, institucionalizadas, no clientelares ni esporádicas, es la madre de todas las demás formas de violencia. Es la que priva, por ejemplo, a los jóvenes excluidos de suficientes oportunidades para una vida en el mundo lícito. A mayor exclusión social se reducen las opciones de vida lícita, en especial en nuestro actual contexto donde la economía privada y pública están quebradas ¿Qué opciones lícitas se le están ofreciendo actualmente a los jóvenes en el país?
Luego caen en forma de cascada otros tipos de violencia, como la violencia social, violencia delictiva, violencia individual, etc. Tradicionalmente en ciertas coyunturas políticas, donde la violencia estructural e institucional es evidente, se visibiliza más la violencia delictiva e individual como forma de encubrir a la violencia estructural. Esto lo retomaremos más adelante.
Ahora bien, descrito este marco, en el que la violencia de tipo delictiva está inserta dentro de una lógica de violencia estructural e institucional que la genera, la potencia y la define, si nos concentramos en la violencia delictiva que se da en el seno de bandas armadas —más allá de los enfoques culturales y etarios que son fundamentales para el estudio de estos fenómenos—, hay un elemento que considero fundamental: para que exista en un sector territorial grupos armados organizados debe preexistirle una “estructura de oportunidades ilícitas”. Esto es lo más básico de la criminología de las subculturas criminales. Esto nos lleva a la segunda arista que se tiene que considerar.
¿Qué es una estructura de oportunidades ilícitas?
Es el apoyo del mundo “lícito” a las actividades y existencia de una banda, esto pasa por soportes sociales, institucionales, económicos, políticos, entre otros. Es decir, garantía para operar de manera impune, colaboración de cuerpos policiales y militares, complicidad de fiscales y jueces. Padrinazgos políticos y económicos, entre otras. Esto no tiene que ver con ideologías ni programas políticos, es solo un asunto de negocios, de mercados ilícitos comunes. Estas alianzas no son estables, en ocasiones estos intereses en común pueden entrar en conflicto generando guerras irregulares entre estos bandos.
Las bandas delictivas serían, entonces, apenas un eslabón más de la cadena. Acá hay preguntas básicas: ¿Cómo obtienen las armas? ¿Cómo tienen acceso a armas de guerra? ¿Cómo obtienen municiones? ¿Cómo algunas poseen granadas? ¿Quiénes son los responsables de la fabricación, importación, distribución y comercialización de las armas y municiones en el país? ¿Quiénes tienen ese monopolio? ¿Desde cuándo lo tienen?
En síntesis: las grandes bandas, no pueden surgir, ni tener poder, sin un mínimo apoyo o al menos tolerancia de policías o militares, fiscales, jueces, así como del poder político y económico del mundo “legal”.
Esta connivencia e intereses comunes de las autoridades, ya sean sus cuadros institucionales bajos, medios o altos, con las bandas delictivas de alguna manera terminan generando las llamadas gobernanzas criminales. Cuando el Estado y las instituciones reguladoras de la vida social se ausentan y dejan de cumplir su rol, este espacio lo ocupan otros actores. Esto no es un fenómeno único ni autóctono, esto lo que podemos observar en las periferias de varias ciudades latinoamericanas en Centroamérica, Brasil, Colombia, México y Venezuela. Porque eso también es otro asunto, los patriotismos negativos nos obligan a decir siempre que somos los únicos o los peores, pues no es el caso. No somos los únicos, aunque sí nos encontramos entre los países con los mayores índices de homicidios y de letalidad policial.
Violencia institucional
La tercera arista que debe considerarse es la violencia institucional a la que pertenece el terrorismo de Estado, las distintas formas de dictadura y represión policial y militar. Este tipo de violencia es un instrumento de reproducción y sostenimiento de la violencia estructural. Es por ello que el sistema penal invisibiliza a ambas formas de violencia, para ocuparse simbólica y selectivamente, especialmente en momentos de crisis, solo de algunos casos de violencia directa de tipo individual o grupal definidos como delitos.
En algunas coyunturas puntuales de crisis políticas, económicas o de legitimidad el tema de la seguridad ciudadana puede ser un comodín, algunos casos en particular, sin duda graves y dramáticos pueden servir para encubrir crisis de tipo más estructural y difíciles de abordar. Es una sustitución de enemigos públicos, dependiendo de las circunstancias el sistema evalúa a cual escoge y cómo lo procesa. Con ello se legitiman ciertos aparatos armados del Estado a la vez que distraes la atención pública para que no se ocupe de otros asuntos posiblemente más difíciles de abordar. Esto sucedió claramente con las OLP, en un año electoral; también sucedió con la creación de la FAES durante las protestas de 2017. Como lo hemos explicado en otras oportunidades, estas políticas no son una mera respuesta a fenómenos delictivos puntuales, estos son sólo la excusa a través de la cual se activan un montón de funcionalidades políticas y económicas.
Las cifras e indicadores existentes nos demuestran, en primer lugar, que la mayoría de las muertes a manos de los cuerpos de seguridad no son enfrentamientos con grupos delictivos equivalentes, son más la consecuencia de un uso excesivo y desproporcionado de la fuerza letal por parte de estos organismos. Los casos de enfrentamientos con grupos delictivos equivalentes son más bien excepcionales. El problema radica cuando a través de la excepción se busca justificar la actuación rutinaria y la masacre por goteo que se hace en contra de los jóvenes excluidos y racializados de los sectores populares en Venezuela.
Según cifras oficiales, uno de cada tres homicidios que ocurre en el país es consecuencia de la intervención de las fuerzas de seguridad de Estado. Durante 2018 murieron diariamente 15 jóvenes venezolanos por estas causas. Las cifras parciales del informe de la Alta Comisionada para los DDHH de la ONU del año pasado, así como las estimaciones del OVV, apuntan a que este porcentaje del 33% que estas muertes institucionales abarcan dentro los homicidios se ha incrementado.
El saldo es la pérdida de miles de vidas humanas, la radicalización y mutación de las bandas que se hacen más violentas y con mayores arsenales, junto al empoderamiento cada vez más grande de los aparatos policiales y militares que terminan haciendo su voluntad. ¿Quiénes salen perdiendo? Todos nosotros, los ciudadanos de a pie que terminamos a su merced.