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lunes, 30 junio, 2025

“Suicidio divino”: plan perfecto de Dios ante el dilema del pecado

Si fue la crucifixión un “suicidio divino” que formó parte del plan perfecto de Dios, ¿por qué no reconsiderar el papel que la historia ha dado a Judas, el apostol que “vendió” a Jesús? / Por Julio César Pineda

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De conformidad con la fe cristiana, Adán y Eva fueron los primeros pecadores. Aunque concebidos por Dios, aquel hombre y aquella mujer optaron por desconocer el mandato de su propio creador.

En tal sentido, Adán y Eva se dejaron llevar por el engaño. Antes de recordar las palabras obligantes del Padre, ambos escucharon a Satanás, un ángel caído que, aparte de vida eterna, les prometió conocer (y distinguir) el bien y el mal.

Guiados por aquella oferta, Adán y Eva sucumbieron a sus instintos. Sin pensar en las consecuencias ulteriores, ambos comieron de la manzana, el fruto que Dios había señalado como la “fruta prohibida”.

A partir de entonces, Adán y Eva perdieron todo sentido de inocencia. Tanto la tentación como el pecado se hicieron parte del mundo y se convirtieron en una “enfermedad hereditaria”.

Desde ese momento, tentación y pecado son consustanciales a la vida misma. Nosotros, los humanos, los hemos “heredado” y, por ese motivo, somos imperfectos. Es a causa de la tentación y del pecado que tenemos la tendencia a hacer lo malo.

Un arreglo definitivo

A sabiendas de que el pecado es un mal permanente, Dios – y eso es lo que nos enseña el Antiguo Pacto – instituyó medios que permitiesen purgarlo. Así, instruyó emplear el sacrificio como mecanismo para obtener la expiación

Desde entonces, la muerte de animales como toros o corderos se convirtió en un acto de rutina. Los fieles creyentes ofrendaban la vida de especímenes sacados de sus rebaños a cambio del perdón.

En aquellos tiempos, la lógica indicaba que el pecado pasaba de quien lo había cometido al animal que éste había ofrendado. Luego del sacrificio, el pecado era transmutado y, de esa manera, el humano no tenía que pagar con su vida.

Aunque el sacrificio de animales se convirtió en una costumbre, su práctica no resolvió el dilema del pecado. Este último siguió existiendo y llegó a convertirse en un problema sin solución.

En medio de tal conjetura, Dios halló un arreglo que podía resultar definitivo y permanente. Tal solución se hizo patente a través del sacrificio de Jesús, quien fue Dios hecho carne en la Tierra.  

Así las cosas, mediante la muerte del Hijo del Hombre – y mediante la derrama de su sangre – Dios logró “quitar de en medio el pecado” (Hebreos 9:26). De allí que la crucifixión deba entenderse como un acto de entrega que precede a la absolución.

Fue a través de la crucifixión que Jesús se convirtió en el cordero que nos redimió del pecado. Por ende, sin crucifixión jamás hubiese habido redención ni mucho menos la instauración de un Nuevo Pacto.

“Suicidio divino”

Si se asume como cierto que Dios es trino y es uno, es necesario aceptar que Dios, además de ser el Padre creador, es también Jesús, el hijo y, adicionalmente, el mismísimo Espíritu Santo.

Desde esa óptica – y si evaluamos el sacrificio de Jesús como el mal necesario que permitió acceder al bien superior – hallaremos que la crucifixión es lo más parecido a un “suicidio divino”.

Es a través de ese acto que Dios, hecho carne en Jesús, se entrega a sí mismo. Lo hace porque, de otro modo, no se hubiera alcanzado el sacrificio que solventaría nuestras transgresiones y nos procuraría salvación.

Ahora, si fue la crucifixión un “suicidio divino” que formó parte del plan perfecto de Dios, ¿por qué no reconsiderar el papel que la historia ha dado a Judas, el apostol que “vendió” a Jesús?

Destaca Mateo, en su evangelio, que fueron 30 las piezas de plata que los sumos sacerdotes concedieron a Judas, luego de que éste reveló el paradero del Hijo del Hombre.

Desde tal perspectiva, los hechos lucen, efectivamente, como una traición. Si nos ceñimos a esa narrativa, lo único que evidenciaremos es al discípulo que, por un módico precio, entrega a su maestro.

Ahora, es posible que en medio de aquel aparente acto de maldad, haya habido mucho de bondad. Preciso es reconocer que, sin Judas, los sacerdotes no hubiesen dado con Jesús y, sin ese encuentro, el Hijo de Dios jamás hubiese sido sacrificado.

Por otro lado, de no haberse concretado la muerte de Jesús en la cruz, el mundo no hubiese sido expiado de culpas. Por ende, quizá era necesaria la intervención de Judas para que la profecía mesiánica, reseñada en el Viejo Testamento, se hiciera palabra cierta.

Un judío incomprendido

Jesús, nacido en Nazareth y muerto en Jerusalén, vivió en medio de ritos propios de la religiosidad y la cultura judía. Sus prédicas, sin embargo, eran vistas como heterodoxas y subversivas.

El mensaje proferido por Dios hecho Hijo nunca transgredió la tradición monoteísta, pero sus reflexiones, consideradas como blasfemias, no eran del agrado de las autoridades religiosas.

De hecho, los sacerdotes de la época esperaban un Mesías militar; es decir, un jefe cuyos poderes especiales se viesen materializados en la fuerza, las armas y la capacidad para hacer la guerra.

Aquella expectativa no era descabellada. Los judíos de entonces vivían y padecían bajo el yugo de Roma. Por ende, aspiraban que el Hijo del Hombre fuese lo más parecido a un guerrero libertador.

Jesús, sin embargo, representaba todo lo contrario. Sus enseñanzas versaban sobre el amor y el perdón, la humildad y el silencio. Su discurso no estaba dirigido al mundo de la política, sino al de la espiritualidad.

Por ese motivo, el Mesías representaba una amenaza. Su palabra y sus acciones, en particular aquellas que fueron consideradas milagrosas, le concedieron un lugar privilegiado en medio de las masas.

Gracias a su poder de arrastre, el Hijo del Hombre acaparó la atención de Pilatos. Ante la posibilidad de una sublevación, el temeroso gobernador romano prefirió darle satisfacción a los líderes religiosos y a la multitud.

Así, Poncio Pilatos ordenó la flagelación de Jesús. Luego, con una falsa equidad, propuso intercambiarlo por Barrabás, un peligroso asesino al que le esperaba la pena de muerte.

En el fondo, el prefecto sabía que el pueblo preferiría castigar la mansedumbre de Dios Hijo que la violencia de Barrabás. Por ende, “lavó sus manos”, se desentendió de la sentencia y otorgó poder de juicio a la muchedumbre.

Julio César Pineda / jcpineda01@gmail.com

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