Más de un siglo pasó para que un integrante del Colegio Cardenalicio escogiera el nombre de León a la hora de ser elegido papa de los católicos. La espera, que demoró 122 años, acabó este 8 de mayo, cuando Robert Francis Prevost, un purpurado estadounidense, decidió ser bautizado como León XIV.
Prevost, quien es teólogo y políglota, cuenta con 69 años de edad. Aunque el religioso nació en Chicago, Illinois, también obtuvo la nacionalidad peruana, luego de haberse naturalizado. Al optar por llamarse León XIV, Robert Francis Prevost honró a León XIII, aquel papa que rigió los destinos de la Iglesia entre 1878 y 1903.
En su momento, León XIII se destacó por su posición de firmeza y liderazgo, en un contexto en el que la Revolución Industrial impulsaba cambios de esquemas y paradigmas. La encíclica Rerum Novarum, publicada por León XIII en 1891, es considerada como el basamento sobre el cual se erigió la Doctrina Social de la Iglesia.
Mediante esa Doctrina, la Iglesia católica se ha planteado a sí misma como una institución que aboga por la justicia social, a través de la caridad y la cooperación. Se defiende así el derecho a trabajos dignos y bien remunerados, también el deber que tienen los Estados con todos los trabajadores.
Aunque la Doctrina Social reivindica, por ejemplo, la formación de cuerpos gremiales como los sindicatos, no se alinea con el marxismo. Al contrario, desde su génesis se presentó como un camino medio, que pudiese acercar la Iglesia a los trabajadores, alejándolos del ateísmo comunista.
Dentro de la Doctrina Social se reconoce el rol de los empresarios como generadores de empleo. Del mismo modo, se defiende la propiedad privada como forma de tenencia y mecanismo de asociación. En la Doctrina Social, la Iglesia también llama a la convivencia armoniosa entre obreros y empleadores.
Desde una perspectiva completamente metafórica, la Doctrina Social de la Iglesia podría equipararse con un puente, con una estructura colgante que sirvió de paso común y bidireccional entre dos tendencias aparentemente irreconciliables. Justamente ese ha de ser el cometido de todo papa.
Aunque en la actualidad, el término “pontífice” se usa para designar al individuo que se ha consagrado como máximo jerarca de los católicos y como líder del Vaticano, la palabra deviene de la facultad que, teórica y espiritualmente hablando, deben tener todos los papas, a la hora de servir como puentes entre lo humano y lo divino.
A lo largo de sus 25 años de papado, León XIII fue justamente eso: un hombre de conciliación y de diálogo, que concibió la Filosofía como el hilo que permitía empalmar la fe con la razón. También fue León XIII el papa que fomentó la reconciliación del Vaticano con Estados liberales o anticlericales.
Aunque es muy pronto para emitir una sentencia, es posible que Robert Prevost, ahora León XIV, desarrolle su pontificado en estricto apego a ese espíritu de consenso. La Iglesia, fragmentada hoy en día entre conservadores y progresistas, amerita de forma urgente una figura que pivote entre ambos bandos. Incluso el mundo, vapuleado por conflictos armados de distinta intensidad, requiere una voz ecuánime, que tenga potestad suficiente como para llamar a la paz y la reconciliación.
Como Santo Tomás
El nuevo papa, quien pertenece a la orden de san Agustín, se formó como especialista en Derecho Canónico en la Universidad Pontificia Santo Tomás de Aquino, en Roma. Por consiguiente, León XIV profesa y practica los postulados agustinianos, así como los compartidos por Santo Tomás.
Ambos santos llegaron a promover el bien común. San Agustín lo hizo al plantear la vida en comunidad como un reflejo del amor cristiano. Santo Tomás, por su parte, creía que la sociedad debía organizarse de modo que todos sus integrantes quedaran beneficiados por igual, sin distingos ni privilegios.
Es justo esa formación tomista la que más acerca a León XIV con León XIII. Ese último papa echó mano de las enseñanzas de Santo Tomás para demostrar que fe y ciencia no reñían. León XIV también podría emplear las ideas de Santo Tomás, pero para apelar a la razón, en un mundo en el que la sindéresis pareciera verse desplazada por los conflictos.
Mediación papal
En la actualidad, casi todas las guerras tienen componentes territoriales. En Europa del Este, Rusia mantiene su ocupación ilegal sobre Ucrania y reclama vastas regiones de ese último país. En el extremo Oriente, el presidente chino, Xi Jinping, ha reabierto el tema de Taiwán, mientras que dos potencias subregionales, India y Pakistán, se enfrentan por Cachemira, una zona que ambas naciones reivindican por igual.
Un poco más acá, en Oriente Medio, Israel mantiene sus frentes abiertos contra organizaciones terroristas de corte chií, entre ellas Hamás. De hecho, la ofensiva del Estado hebreo contra este último grupo ha escalado a tal punto, que ahora se habla de una posible toma israelí de Gaza, el enclave palestino en el que Hamás gobernó hasta hace poco.
Incluso América Latina, un subcontinente bien conocido por León XIV, gracias a sus dos décadas de servicio en el Perú, podría verse involucrado en una confrontación armada de proporciones globales. El escenario bélico podría desprenderse de la irresoluta controversia territorial entre Venezuela y Guyana.
Aunque poco se reflexione sobre ese tema, preciso es apuntar que más acuciante que los conflictos entre Rusia y Ucrania, India y Pakistán o Israel y Hamás podría ser una eventual guerra entre Georgetown y Caracas.
Esos choques, que por ahora son sólo enfrentamientos verbales, escritos e incluso jurídicos, pudiesen escalar, debido a la inmensa riqueza en petróleo, tierras raras, biodiversidad y agua dulce que posee el Esequibo.
Si tal confrontación se hiciera realidad – y si en ella llegasen a implicarse, además, potencias mundiales y regionales como Rusia, China, Irán y Turquía, frente a los Estados Unidos, Reino Unido y los aliados del Caribe y África de Guyana – el cocktail sería perfecto y podría devenir en una Tercera Guerra Mundial.
En aras de evitar un escenario de ese tipo, sería aconsejable que Venezuela apelase a la posible intervención de León XIV (y de su servicio diplomático), con la intención de relanzar las necesarias negociaciones entre la República Bolivariana y su contraparte guyanesa.
Si ello ocurriera, el nuevo pontífice tendría aún más semejanzas con León XIII. En 1894, con Antonio Guzmán Blanco como presidente de Venezuela, Caracas acudió a ese papa. El país solicitó los buenos oficios del santo padre, con la intención de que León XIII, actuando como intermediario, ayudara a resolver el diferendo territorial sobre el Esequibo.