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jueves, 25 abril, 2024
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Francisco Sánchez: Que el discurso político me haga ver a mi vecino como enemigo y como un daño biológico termina de fracturar nuestros vínculos

Texto: Vanessa Davies. Fotos: EFE

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Por iniciativa de la profesora Verónica Zubillaga, socióloga e investigadora de la violencia, Contrapunto.com recoge -en una serie de conversaciones- la opinión de integrantes de la Red de Activismo de Investigación por la Convivencia (Reacin) acerca del manejo de la pandemia que han hecho las autoridades venezolanas. Comenzamos con Keymer Ávila, seguimos con la propia Zubillaga y este domingo 26 de julio es el psicólogo clínico Francisco Sánchez. «La política de contención de la pandemia también estipula que los vecinos denuncien a otros vecinos. Esto es muy delicado», subraya

Un psicólogo puede ver con horror que el poder llame a «sapear» a tu vecino, por todo lo que implica. El tejido social venezolano, ya horadado por tantas crisis tan seguidas, se deshilacha aún más si la premisa básica de la confianza se rompe.

Francisco Sánchez, psicólogo e integrante de Reacin, ve muchas contradicciones entre lo que se ordena desde arriba y lo que puede hacerse en la vida real. Es «una gran contradicción exigir al pueblo disciplina, cuando la precariedad obliga a que las personas deban resolver aspectos tan elementales de su vida, como la alimentación, exponiéndose al contagio».

Entre tantas pérdidas, los venezolanos han asumido el duelo hasta por «la pérdida de la fiesta en un país tan fiestero», explica en un cuestionario para contrapunto.com

También reflexiona sobre los migrantes: El migrante venezolano «se está encargando de decirle al mundo lo trabajadora y también valiente que es nuestra gente».

-¿Qué impacto tiene en las comunidades venezolanas, y en las relaciones entre vecinos y familiares, la gestión que ha hecho de la epidemia el gobierno de Maduro? 

-Pensando en el impacto sobre las relaciones comunitarias que está teniendo el momento presente de pandemia y cuarentena, podríamos precisar algunos elementos para ir desde lo más general a lo más específico. Inicialmente, como bien se ha señalado, desde diferentes espacios políticos y sociales, el país no cuenta con la infraestructura necesaria para sostener un proceso de cuarentena sostenido. De allí se deriva lo que vemos en el día a día, con las personas en las calles, el metro con alta afluencia, el escaso transporte público copado de personas buscando su sustento diario. Luego, entendemos, como ya se ha visibilizado también desde este espacio, que la gestión ha recurrido a una predominante militarización de la pandemia en el territorio nacional. De esto podemos esperar lo propio de un país con una precariedad tan predominante y los escasos medios de control de la fuerza pública, haciéndose cada vez más evidentes los abusos, arbitrariedades y extralimitaciones en el uso del poder por parte de las fuerzas armadas y cuerpos policiales en la calle, a sus anchas.

En el escenario comunitario «esta dinámica ha impactado de diferentes maneras. La constante presencia policial actual es una etapa más en lo que se ha conocido como el ejercicio de la mano dura como política de seguridad ciudadana. Numerosas investigaciones han evidenciado que las vivencias de niñas y niños, madres y familiares luego de tales incursiones se transforman en experiencias subjetivas traumáticas, traduciéndose también en experiencias grupales y comunitarias de miedo, sospecha y desconfianza hacia los otros».

Considera que «en el aislamiento hacia el círculo íntimo de la familia es donde las personas se pueden sentir más a salvo. Esta es una fractura tremenda del tejido social y del capital más valioso con el que cuentan las personas en sectores populares, sus relaciones y la posibilidad de confiar y establecer redes. La presencia armada policial en las comunidades justamente atenta con las redes naturales de desenvolvimiento de las personas, los intercambios, los encuentros para hacer un sancocho y que muchos puedan comer desde lo que cada quien aporta».

Sánchez sostiene que «la política de contención de la pandemia también estipula que los vecinos denuncien a otros vecinos. Esto es muy delicado. No debe ser tomado a la ligera, pues no quedan claros cuáles son los mecanismos para verificar estas denuncias y clarificar lo que está ocurriendo; de llegar un escuadrón a una casa, protegidos y buscando a los “infectados”, esto generará una mirada culpabilizante hacia esa familia. El fomento de la desconfianza hacia el otro no puede ser una política de Estado».

-Ante esas medidas, ¿nos sentimos protegidos? ¿nos sentimos vulnerables? ¿Nos sentimos violentados?

-Hemos sido testigos de los términos estigmatizantes y degradantes por los cuales algunos funcionarios o portavoces del gobierno se han referido a las personas migrantes que han regresado al país, pero así mismo, también el trato para quienes pueden estar en riesgo no ha sido diferente. El tratamiento es cada vez más parecido a un encarcelamiento. En un sentido más amplio, también podríamos preguntarnos: ¿Qué podrá pensar una madre, cuyos hijos fueron asesinados en operativos policiales, al ver su cotidianidad coloreada con los camuflajes militares? Esto evidencia una de las paradojas más dramáticas que viven los sectores menos favorecidos de nuestra sociedad, pues la presencia policial al contrario de significar seguridad, representa el terror y la posibilidad de mayor violencia.

Foto: EFE

Insiste en que «hay diferencias al momento de hablar de protección, vulnerabilidad y victimización. La desprotección la notamos cuando preguntamos a las personas si denunciarían las arbitrariedades policiales, y obtenemos por respuesta que las personas prefieren no denunciar. Ya sea por no saber a dónde recurrir o por sentir que esto les puede acarrear problemas en el futuro. Allí, las instituciones no cumplen en su rol de proteger los derechos de las personas, es decir, se sienten desprotegidas».

Para una persona de a pie, «verse desprotegida ante el poder armado del Estado, pero asimismo temer a los diferentes grupos armados que hacen vida en cada barrio, y verse en la necesidad de solventar el día a día con las mínimas condiciones que continúan en declive, entendemos que allí la vulnerabilidad se ha potenciado. Por último, la victimización también nos muestra lo repetitivo de los patrones de daño que viven las personas, pues al ir a una institución pueden ser tratados de cómplices del crimen, es el caso por ejemplo de mujeres madres de jóvenes que han sido violentados por las fuerzas del orden y son culpadas de “criar malandros”, o sentir que sus derechos de expresión se limitan, pues de lo contrario, podrían recibir sanciones materiales o morales como no contar con los alimentos subsidiados».

Es «una gran contradicción exigir al pueblo disciplina, cuando la precariedad obliga a que las personas deban resolver aspectos tan elementales de su vida, como la alimentación, exponiéndose al contagio».

-¿Nuestra población vive un «duelo social» por la COVID-19 y por el tratamiento que se le ha dado a la epidemia desde el poder?

-Es complejo afirmar un tipo de vivencia tan personal a toda una población. Si bien encontramos muchas personas que nos dejan saber cómo sienten la pérdida de libertades personales y de hábitos que habían construido durante sus vidas, podríamos pensar que este proceso de pérdida es un continuo que se ha incrementado con el tratamiento de la pandemia desde el poder. Tal vez más que un duelo social, podíamos pensar en un miedo generalizado: miedo a perder el trabajo, para quienes aún lo conservan. Para quienes viven de lo informal, que sabemos son la gran mayoría de ciudadanos del país, existe el miedo a perder sus ingresos, que es lo único con lo que cuentan. También miedo de sentir la pérdida de las rutinas y la estructura personal que le da forma a la cotidianidad de la vida. Es un contexto de mucha opacidad, no sabemos a ciencia cierta cuántas personas han perdido sus empleos y sus ingresos. Pero esa misma poca claridad para asumir las consecuencias reales de lo que vivimos por parte de la vocería política, también se traduce, para las personas, en la pérdida de su dignidad. Escuchamos historias de las largas colas para obtener agua, de los elevados costos de los camiones cisternas que venden el agua por pipotes. La política también trata de garantizar espacios y posibilidades de entretenimiento y esparcimiento. La pérdida no es sólo de lo más elemental, como la posibilidad de tener agua corriente, sino también de aquello a lo que las personas quieren aspirar a través de su propio esfuerzo, entretenerse, disfrutar, bochinchar. Es la pérdida de la fiesta en un país tan fiestero.

-¿Qué consecuencias tendrá para la sociedad venezolana la culpabilización de los migrantes por la COVID-19?

-Pasarán años hasta que tengamos idea de las consecuencias sobre los migrantes venezolanos. Es verdaderamente lamentable. Esta es la población más renegada, invisibilizada y vulnerada, me atrevo a decir, de todo el continente. El migrante ha ocupado un doble rol que termina por cercenar su humanidad. Por un lado, fueron una población negada por el gobierno nacional, repetidamente vimos como hubo una exclusión del tema migración en la política oficial. Por otro lado, los migrantes fueron una ficha política para posicionar el tema venezolano y la emergencia humanitaria en la palestra internacional. Me atrevo a decir que la migración, lamentablemente, se instrumentalizó, es decir, empezó a servir para los fines e intereses de grupos particulares. Y, a nivel internacional, no se han querido asumir las políticas necesarias para llevar protección a las poblaciones migrantes. Allí, nos encontramos en una enorme tensión para comprender el fenómeno de la migración. Pues, por un lado, tenemos las grandes cifras de agencias internacionales, cuestionables como todas las cifras que leemos, pero que nos muestran un panorama desolador sobre cuántos venezolanos y venezolanas se han ido del país.

Luego, «cuando buscamos ir a lo específico, encontramos historias desgarradoras de las travesías, riesgos, luchas que viven las personas migrantes para llegar a sus “destinos”, creo que esta es una mala palabra en este contexto, pues sin duda atravesar una trocha con maletas en la espalda no es el sueño de nadie para llegar a un lugar donde creen que podrán establecerse y trabajar. El migrante se está encargando de decirle al mundo lo trabajadora y también valiente que es nuestra gente. Ese discurso surgido desde el sudor de migrante debería definirnos como sociedad, debemos aprender de esto que vivimos».

Ahora, «encontramos a la población que está retornando al país. ¿Cuántos son? ¿Qué porcentaje representan del basto número de migrantes? Podemos tener estimados, uno por ciento, dos por ciento, diez por cierto, pero esos números no nos sirven de nada si no accedemos a sus situaciones particulares».

A su juicio «criminalizarnos es un paso más en la deshumanización del migrante venezolano. Pero ya hemos visto pasos previos, cuando se les han negado sus derechos, cuando se les ha utilizado con fines políticos. La enorme herida que lleva la población migrante consigo, así como sus familias que se han quedado en el país esperando el aporte, la remesa, que ellos les puedan enviar, nos hace pensar en los relatos de los colombianos que huyeron de la violencia, o de los españoles que escapaban del conflicto, por mencionar sólo unos ejemplos. Son historias repletas de sufrimiento, psicológico, político, humano».

Las consecuencias «son mayor sufrimiento y división social. Que el discurso político promueva la mirada de mi vecino como enemigo, como un potencial daño biológico, además con intención, termina de fracturar nuestros vínculos. Sería difícil decir que la política se fundamenta en la confianza, pero al menos podemos decir que se basa en credibilidad y referencia ¿Qué les vamos a ofrecer como sociedad a los migrantes, a los retornados y a sus familias? Existe la fantasía que los migrantes volverán algún día, esta es una gran negación de su condición humana. Nos tomará años de sinceras disculpas, de reconocimiento de su verdad como diáspora, de hacer esfuerzos concretos por reparar su dignidad herida, para que estas ciudadanas y ciudadanos venezolanos puedan confiar nuevamente en cualquier mensaje que devenga del Estado venezolano».

Foto: Alonso Calatrava Rumbos

-¿Qué efectos tiene para la convivencia en las comunidades el llamado a delatar a vecinos y amigos, el marcar casas y medidas similares promovidas por el gobierno de Maduro?

-Es muy delicado los que observamos con estas medidas. Podríamos pensarlo al menos en dos niveles. El primer nivel es el político, o a nivel de Estado. Pensamos en las fronteras, del Táchira, Zulia, Apure, Amazonas, Bolívar, Guayana, también en las marítimas, pues la migración va por mar también. En este escenario podemos preguntarnos ¿Quiénes representan al Estado venezolano? La primera respuesta que viene a mi mente son las armas, téngalas quien las tenga, porque ese es parte del conflicto. El orden lo ejerce quien tiene las armas, y allí existe una presencia de Estado combinada entre un orden para legal y orden “legal” que puede incluso violar los derechos básicos de las personas. El llamado a delatar y el temor de ser delatado existe en nuestras periferias o márgenes del Estado desde hace años. Lo llevaban los órdenes o gobernanzas criminales. Ahora, ante la ausencia de otros representantes del Estado, se optó por emular este comportamiento como forma de mantener el control. Allí vemos una convivencia mediada por el poder de quién tiene el arma, parece un relato pre moderno, pero no lo es. Ahora, en el segundo nivel, el más interpersonal, encontramos una analogía del mayor individualismo, cada quien está por su cuenta. Premisas de la convivencia democrática, como el constante diálogo con el otro, o la resolución de conflicto por vías no violentas, dejan de existir en este nivel interpersonal.

«¿Podremos tener una sociedad democrática sin la posibilidad de mediar con mi vecino? Creo que allí el escenario nos hace ser pesimistas, la fractura de estos vínculos no son fácilmente reparables, tenemos que pensarnos iniciativas para restituir prácticas de intercambio sin miedo al otro», agrega.

-Hemos observado medidas muy represivas con el pretexto de la COVID-19. ¿Qué impacto tienen sobre las personas, las comunidades, la sociedad?

-No quisiera redundar en este punto. La represión no es solución para ninguna problemática social. Latinoamérica tiene numerosos aprendizajes en este sentido. Sabemos también que es posible que luego de tanto daño ocasionado por la represión, las sociedades pueden retomar rutas y proyectos que dignifiquen al ciudadano. Es una necesidad pública la reparación al daño que nos ha ocasionado la opción armada para la gestión de lo público. La gestión de la pandemia podría tomar un enfoque más basado en evidencias, con instituciones y medidas sociales, científicas, culturales, aportando y creando sin temor a mostrar sus datos y evidencias. Pensar la pandemia, desde el poder, está atravesado por pensar al Estado.

«Creo que ver la presencia policial y armada como única forma de establecer control social es un síntoma importantísimo de la retirada de otros medios y formas sociales. Si vamos al interior, a las fronteras, encontramos que para las personas es más autoridad un militar que un gestor cultural, una maestra o una enfermera del sistema público. Esto nos define como Estado», enfatiza. «La gestión de la pandemia es una expresión de ello. Por esto, si bien nos interpela la urgencia de pedir una gestión de la pandemia más humanista, no dejamos de lado que también es necesario avanzar en la diversificación de la autoridad del Estado en otros actores que no porten armas y puedan ofrecer alternativas públicas de atención y apoyo a la población».

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